Le atrajo mucho el anuncio, y es que por estos tiempos que corren el mejor de los regalos a mi entender es tener un empleo. Tomó nota del número de teléfono, y de la dirección correcta en que tendría que acudir para entregar su informe curricular…
Le habían dicho que la plaza que ocuparía tendría buenas vistas al mar, y que lamentablemente la persona que la había ocupado hasta el momento había fallecido.
Anatolio trabajaba hasta altas horas de la madrugada gracias a él la empresa obtenía unos resultados impresionantes, alcanzaba unas cuotas en el mercado muy generosas. Él se desvivía por la empresa sobre todo, porque el jefe le premiaba dos veces al mes con un viaje y todos los gastos pagados, incluido hotel, y todas las comodidades: caprichos, etc..
Lo que nadie sabía es que Anatolio propinaba un día si, y otro no, palizas a su esposa, quizás por el mero hecho de sentir placer o simplemente porque era un hijo mala cosecha. Pero Arminda se cansó, no de las palizas, no de él, se cansó de ser cobarde, de sentirse poca cosa, de modo que actuó, así, sin más. Como cuando los forajidos se enfrentan en la misma calle con las pistolas puestas, con las botas bien lustradas, y disparan mirándose a los ojos, alguno cae en la arena con la mueca repelente y los ojos como globos de rabia…
Un veintitrés de noviembre encontraron el cuerpo, retorcido de rabia y muerte.
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