Sin embargo, nadie había advertido que permanecía en el césped, extendida y ladeada con la oreja pegada al suelo escuchando los sonidos que pudieran transmitirse.
Ahora se escucharía el chirriar del tranvía. La bocina de aquella fábrica, ahora un tropel de perros que salían de las casas, de aquellas pequeñas casas en fila, todas iguales. Los llevarían para que hicieran sus necesidades, para que olfatearan...
Posiblemente dedicaría un buen rato a eso, en silencio, con un ramo de margaritas al lado.
En la cocina alguien preparaba la comida: un ir y venir. Verduras, una sama roquera dormida eternamente, sin brillo en los ojos. Un postre de bizcocho con arándanos y nata. Todo era medido, pesado. Y la limpieza hacía que los calderos que colgaban de la pared parecieran luciérnagas revoloteando.
Hay una ardilla en el otro lado del jardín. Es de la familia. Es vivaz.
Recorre la pared sostenida a la enredadera, una y otra vez. Las ardillas son unos animalitos graciosos e inteligentes, dijo alguien.
Ya había pasado el tranvía, el tropel de perros no se escuchaba. La bocina de la fábrica esperaría a la tarde para volver a sonar.
Alguien salió al patio con una taza humeante de agua de toronjil.
Las acuarelas estaban preparadas. Un lienzo de tamaño mediano reposa sobre la mesa de mimbre.
-Hay abejas, dijo Berta, levantando ligeramente la cabeza del césped-.
Lucila trató de enderezar lo más que pudo su espalda, y se dispuso a mezclar colores, y preparar el lienzo. Un olivo sería plasmado y quedaría inmortalizado.
¿Cuántos años tiene?, dijo Berta.
-Creo que unos trescientos, dijo Lucila.
Si vuelves a pegar la oreja al suelo escucharas los latidos de su corazón...
Yo pongo mi oído en la pantalla y desde aquí los oigo.
ResponderEliminarBesos.
:)
EliminarBesos.
¡Oh! es mi árbol preferido.
ResponderEliminarMe alegro Tracy!
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