Aplausos


Nada más alentador que un aplauso. Pero cuando se repiten por compromiso la vanidad de aquell@s que los reciben se convierte en un monstruo devastador.


María Gladys Estévez.

viernes, 18 de diciembre de 2020

De momentos lluviosos

 

Fuera llueve y la chimenea calienta el hogar. Alguien fuma en cachimba mientras otea el exterior a través de la cristalera. 

Es un día donde el Sol se esconde, y las lágrimas de lluvia dibujan  una gran alfombra en el jardín y en toda la avenida. Se atusa la barba y suspira(Quizás recuerda años atrás, años juveniles), luego vuelve a llenar de hojas de tabaco picado la pipa y toma asiento. Suena Chopin.

Unas manos blancas y delicadas hacen que reviva el piano. Mansamente con los dedos en las teclas va esculpiendo cada nota.

Notas que, en un espacio agradable, cálido, hacen que la luz alumbre, es la música amable que como un duende recorre todo, es un halo invisible que se desliza suavemente por entre los rostros, por las manos: una caricia benevolente.

La señora se inclina para coger la revista que se halla en la cesta de mimbre: Lee artículos de moda, se sonríe con algunas imágenes; pero en algún momento muestra rechazo. Una noticia que no es nada agradable entre las otras imágenes. 

-Vergonzoso, se dijo. (Pedigüeños en fila esperando la cesta de la comida), es inadmisible, volvió a decir. 

Como si un jarro de agua helada le cayera sobre los hombros. Como si esa noticia fuese una de tantas, un espectáculo más.

De modo que la volvió a dejar en la cesta, se recogió la melena resoplando. Se levantó del asiento y se sirvió una copa. 

Mientras tanto la música no paraba de sonar: relajando las mentes, los músculos, los pensamientos.

Alguien había entrado en la casa, había dejado el paraguas y la gabardina en el perchero. 

Se escuchó el gemir de la escalera mientras subía (una vieja escalera, probablemente cansada de se pisoteada),  se acomodó el suéter y arregló el pelo, que contenía un efluvio de chispas, y chispas de agua. En las manos un gran ramo de Jacintos. Alguien se alegraría.

¿Los dejo aquí en lo alto de la chimenea?


-Si, gracias, dijo la señorita de las manos inmaculadas.


Se puso muy contenta, si, realmente era eso un instante de felicidad.

Los jacintos, su flor preferida. Fue un detalle maravilloso eso, regalar un manojo de jacintos. Ahora no se detendría. Otra pieza volvía a sonar, y otra, y otra. Siguió avanzando la tarde con los colores que daba el invierno: grises, matices blancos. 

Seguramente cada cual pensaba en sus cosas( recados por hacer, ir al centro a la frutería, o a la tienda para comprar calcetines, o tabaco).

La comodidad y el confort se podía resumir en un glorioso fallecer, sin dolor, sin lágrimas. Tan posiblemente posible. Agradable bendición.

Daba igual si arreciaba fuera, que arreciaba por unos momentos. Como si el Olimpo derramara una jarra enorme en las cabezas de cada cual. A veces hace falta un río que fluya. Un río de certezas, un río de alegrías, un precioso río de besos, de caricias.


¿Te han gustado los jacintos?


-Claro que si, sólo que no puedo parar de tocar, algo sensacional me lo impide, un clamor de pasión, de aplausos en mi interior, contestó.


¿Café o té? dijo la señora que anteriormente leía la revista.


Si, por favor, café.


Si, por favor, té.

En la percha no había ninguna gabardina, ni paraguas. 

Pero en lo alto de la chimenea si estaban los jacintos, que sólo podía ver ella...


   

 




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