lunes, 3 de agosto de 2020

Milochas



Irían a una playa cercana el viento era propicio por lo de las milochas. Habrían hablado acerca de ello el día anterior, mientras merendaban. Los tazones de leche grabados con graciosas frases en espiral, con el fondo de color. La mesa tenía mantel. Jorge quiso un trozo de pastel de manzana. Ana y Beatriz prefirieron picatostes.

Las cucharas brillaban. Alguien las observaba en silencio. 
Son luciérnagas revoloteando la salita, pensó. Era agradable pensar eso después de un largo día de trabajo.

La ciudad a primera hora de la mañana se convertía en un tropel de pasos aquí y, allá. Cada cual a sus quehaceres.
Hay muchos asuntos pendientes, todo el mundo tiene asuntos pendientes.  Es como querer reflotar una barcaza a punto de hundirse. Aquella señora no pararía de hablar sentada enfrente del abogado. Quizás tendría problemas con una herencia, o tal vez querría un préstamo. Porque ya no viviría más en esa ciudad, Nueva Zelanda le habría parecido el lugar ideal. 
Ahora se escucha música de violín y los niños giran la cabeza para ver de dónde viene ese sonido tan agradable.

Son abejas zumbando, dijo Beatriz, mientras se quitaba los zapatos.

No, dijo Jorge. Es música de violín, volvió a decir.

Ana siquiera escuchaba, algo la tenía distraída. Un gato gris perla atusaba los bigotes y ella se quedó mayestática. Sonríe. 

Entonces la señora elegiría ir a un nuevo país, y habría pedido un préstamo para los diversos gastos, y los imprevistos. 

!Ah¡, los imprevistos. Como cuando al día siguiente irían a la playa con las milochas. Podría ser que la fuerte brisa hiciese   que se eleven  alto, y giren haciendo piruetas. Sin embargo, el día se podía mostrar oscuro y lluvioso por aquella nube enorme en el cielo.






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