jueves, 26 de agosto de 2021

La vida feliz y desbaratada de Chavela.

 



Mi nombre es Chavela y vivo en una pequeña casa al lado de la playa. Una playa de aguas cristalinas donde puedo tomar un baño todos los días del año.



Un dieciocho de abril de 1968 me trasladé a vivir a unas islas en el mar atlántico el doctor me había recomendado que lo hiciera por ser asmática. Muchas veces he tenido que quedarme en cama por días ante la dificultad al respirar, como si en verdad llevara encima una piedra aplastando mis pulmones, y bronquios. Por aquel entonces poco recursos había. Solía hacerme una cataplasma de hierbas que machacaba en un mortero, y con agua caliente lo mezclaba todo. El calor hacía que me sintiera aliviada.



Me gusta desayunar café con tostadas, mermelada de arándanos, jugo de uvas; el color de los arándanos parece una lluvia púrpura que se derrite dentro de la boca. A través de la ventana escucho el llanto de un recién nacido. Por aquí no es habitual, pero la cigüeña decidió dejarlo en una cestita. Es un niño precioso, lo he visto una vez.

Hay una iglesia, la fachada de un color ocre que simula un atardecer, alrededor diferentes clases de flores: jacintos, petunias, claveles. Rodeándola. Ver sobre el mar las aves migratorias girando aquí y allá es esplendoroso.



Nací en San Nicolás, una ciudad de Bélgica. Me gusta pintar cuadros, aunque sólo es afición. Durante mi infancia mi madre y yo solíamos ir a un museo que había a unos diez kilómetros de nuestra casa. Sentí curiosidad por la pintura, y desde entonces no faltan en casa óleos y demás enseres.

Había llamado mi atención el pintor James Ensor por su forma escatológica de expresar los sentimientos en sus lienzos. Todavía conservo uno que quise copiar después de observar meticulosamente el color, las expresiones de los rostros. El hecho de pintar rostros sin vida. Expresiones múltiples: labios muy gruesos, rostros grotescos. Lo colorido de sus cuadros.



El país se vio involucrado en la guerra. Fueron tiempos difíciles, aunque teníamos recursos para vivir sin tener que pasar calamidades. Mamá había heredado varias propiedades, y tierras.



Hoy en día mi enfermedad se ha aplacado bastante, los tratamientos son muy eficaces. Me he acostumbrado a esta nueva vida. El ver los bancales de peces brillando, todos en una misma dirección. Los delfines cerca de la costa con abrumadores ejercicios: saltan como lo niños, juegan, son muy protectores con sus congéneres.

Soy una octogenaria feliz. Las imprudencias que hubiera cometido en mis años de juventud ahora resultan simples acciones que siquiera tienen importancia.



Pues bien, cuando tenía aproximadamente unos treinta y cinco años, meses arriba, meses, abajo, mi conducta no era la que habían esperado mis antecesores; más bien mi carácter y el modo en que vivía y pensaba de la sociedad, esa que fustiga en las espaldas sin contemplación alguna, deja unas enormes cicatrices imposibles de quitar, siquiera con un quitamanchas, o un cepillado parecido al que se le da a los caballos. Nada de eso. De modo, que siguen fundidas en la piel para que jamás nadie olvide el porqué: la sociedad es un lobo salvaje.

Las rosas las dejaba secar por varios días, luego algunos de sus pétalos se quedaban entre las páginas de un libro, o en el doblez de una carta.

Ahora los días transcurren lentamente, igual que yo cuando camino.

















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