Chiqui
dormía bajo mi pié izquierdo. La noche se había cernido sobre el
tejado con un ademán de cinismo, porque a veces a una no le
apetece eso, el querer que la noche ciegue los rayos de Sol, creo
que las estadísticas no se equivocan; mejor dicho, las matemáticas
no hierran. En cuanto en tanto sean más las posibilidades en acertar
en que la mayoría de las personas prefieran más horas de luz que de
lo oscuro sobre todo en el barrio de casas huesudas y poco
favorecidas para protegerse del frío.
Es
curioso ver cómo cambia de postura, mientras yo apuro el último
sorbo de ron, y se recuesta al lado contrario de mí. Un surco
diminuto resbala por mis labios, la lengua detiene esa pequeña
hemorragia antes de que llegue a los pechos; pero hay algo más que
inquieta aparte de la negrura y es el silencio, ese que se encarga de
bramar para tentar al suicidio. Una no sabe bien porqué se quita de
en medio la gente, en este caso apuesto por la espesa capa
pretenciosa con setenta y ocho pulgadas presionado hacia dentro: el
dormitorio, la sala, la cocina, el baño, cederían eso, setenta y
ocho pulgadas de un techo prisionero, maltrecho. El ropero está para
algo más que guardar ropa y gabardinas. En un baúl mediano tengo
los discos de Chet Baker, daría todas las bragas rojas y el vestido
maldito abullonado en los brazos, que un año no pude estrenar por
pasar la adolescencia en un país aún adoctrinado por aves rapaces
que castigaban a las rosas cuando se abrían a la vida, las cercenan
y las dejaban en un bonito jarrón para que lucieran en una encimera
cualquiera.
De
modo, que Chet, me hizo compañía toda la noche hasta el amanecer,
porque no pude pegar ojo. El sonido del piano que se escapaba del
viejo disco seguía inmaculado, como cuando una se vuelve de repente
y puede ver las montañas picudas barnizadas de verde con pinceladas
ocres.
Es
realmente bello verla dormida, roncando como una bendita de cuatro
patitas,( sonreí).
Dos
casas más allá en el bar de Chumi aún salía humo de la chimenea,
seguramente preparando un potaje para la primera hora de la mañana,
para los obreros que a estas horas trabajan perforando otra montaña,
horadando como las ratas. Es tanto el tráfico que la tierra se
siente dolida y ultrajada, pero nadie se resiste en poder ahorrarse
dos horas de camino al otro lado de la isla para trabajar. (Queremos
tiempo).
Chiqui
despierta ladrando y corre al balcón, arrastro los pies igual que
una vagabunda aburrida y me carcajeo al ver a Luna, la gata, paseando
por los balaustres del jardín.
¿Tomas
algo Chiqui?
No
respondió, solo me miró atentamente a los ojos.
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