El avión despegó dejando una estela de humo que se esparciría por el cielo como cuando se deja caer una bolsa de papel con chucherías desde lo alto de una escalera. La señora Pastrana siempre se preguntó a dónde irían a parar las pequeñas partículas una vez desperdigadas, por eso los miércoles después del desayuno tomaba un taxi al aeropuerto. El mercado podría esperar, y la reunión con las amigas también. Los miércoles tampoco iría a misa, ya había hablado con el párroco y los pecados los dejaría para los sábados. Comulgaba y era como bañarse en un río, quedar completamente limpia.
Mientras tanto el trasiego de éstos y aquellos: aquella muchacha llevaba una mochila con asideros para las chanclas, el señor de enfrente lee la prensa, en la cafetería hay una fila de taburetes y tres mesas. Es lugar de expansión para tomar algo, un rato memorable, porque casi nunca las personas omiten eso, parar en la cafetería del aeropuerto.Probablemente sea por comodidad, o por curiosidad, el olor a café atrae y el de la bollería más.
La señora Pastrana observaba todo eso, además de la estela de los aviones. Era obsesivo, como cuando alguien se lava las manos varias veces al día y el rostro, y vuelta a empezar.
En los alrededores habían unas casitas de colores de una sola planta, con un pequeño jardín. Todas del mismo color y de igual tamaño. Se preguntó oteando cómo podrían dormir con el estruendo de los aviones, se preguntó también si en los jardines habrían rosas, y jacintos, algo de verdura, o incluso un aguacatero, o eso le quiso parecer.
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