Hay lugares con mucho frío, pero esos lugares tienen muchos lagos llenos de cisnes, lagos transparentes, apacibles, como cuando una madre da el pecho a su hijo mientras ambos se dedican miradas llenas de amor…
Entonces en aquel café suena un violín. Una se queda ahí, escuchando, porque por un rato todo fluye: fluyen las voces en susurros y, dicen esto, y aquello (Mañana nevará) , dijo alguien. Fluye el vaho de esos susurros. La música del violín se explaya como si grandes dedos delgados alcanzaran tocar los picos de las torres, o el tejado de las buhardillas. El muchacho tiene unas manos blancas y delicadas y sus dedos acarician sus cuerdas de tripa, tan mimado con el, que la música se desliza y envuelve todo.
Los sueños se pueden inventar, se puede soñar todo, igual que el violinista, que, lejos de las miradas y de los susurros, se aparta de todo, porque es tal la magnificencia de él con el mundo sensible, que crea sueños, los crea a cada minuto, que marca un reloj cualquiera, él es el poderoso soñador, ahora se detiene un momento, para cambiar de postura, quizás buscando la comodidad, quizás por realzar más aún las notas que se escapan caprichosas, creando un infinito lugar hermoso, como un parterre repleto de flores, de toda clase de flores...
Entonces los nubarrones desaparecen, y un sol espléndido nace allí, en aquella fina línea que separa un mar y un cielo. Las blancas manos, la juventud de su piel, la música que crea, los sueños, sobre todo, los sueños.
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