El reloj de la iglesia, el parque, aquella tienda que lleva mas de un siglo en pie con una fachada inmaculada como el primer día. Mariposas que van y vienen, ahora se posan aquí, ahora allá. Jazmines, gladiolos, hibiscos, iris azul, bletillas, un flamboyán con sus flores rojas ribeteadas de gotas de rocío de la madrugada; un sinfín de olores y colores. Las marquesinas parecen damas elegantes adornadas con variopintos vestidos. Ahora las ardillas se pasean por las ramas del sauce, recorren el tronco y bajan a la fronda. En la hojarasca conviven pequeños insectos: hormigas, pequeñas arañas; cada cual con sus menesteres. Aquí hay un nido de hormigas, allá las grandes y vaporosas telas de araña se tienden como visillos transparentes a un lado y otro, es un divino placer cómo se tejen y emparejan y se extienden a lo largo y ancho de un mundo aún por descubrir, un mundo dentro de otro y otro y otro…
Las caricias de los amantes, silenciosos besos, delicados. Se abstraen de fluir del tiempo, de todo lo que acontece, fragmentos de historias en cada portal, en las piedras redondas en las estrechas calles que se han quedado fundidas y abrazadas al camino. El pequeño lago cubierto de nenúfares es un remanso de paz, un colchón de plumas, inamovible, como si de un lienzo se tratara.
Una brisa benevolente envuelve cada sitio, es un adagio besando ramas, flores, insectos, aquella plaza con mármoles; la tienda, el obelisco que señala un cielo azul pintado de algodones blancos, y entre algunos, una luz púrpura asoma, es el sol que despierta alargando sus dedos.
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