sábado, 3 de marzo de 2018

Ayer



Se hubiera quedado toda la vida en el mismo lugar. Una pequeña campiña rodeada de huertas y muros de piedras que limitaban unas, de otras, y hermosos tizones en cada hueco, oteando, por si alguna miga impregnada de mantequilla se desprendiera y cayera justo al lado, en el camino de piedras ovaladas.

La casa desdentada se hallaba así muchos años, alguien dejó de vestirla. Pero tenía un magnetismo especial, verla así, provocaba entrar en ella y recorrer una sala amplia y vacía de nada, el suelo de tierra. Una escalera llevaba a la parte superior y cuando anochecía se podía ver hasta las estrellas, porque le faltaba el techo, solo un pequeño saliente, que seguramente se había preparado para convertirse en un balcón amplio, y enfrente la montaña, ahora llena de mordizcos.
 (Qué pena, dijo alguien).
En aquellos tiempos la ropa se tendía al sol un rato en las redondas piedras volcánicas, sobre todo las sábanas, que blancas e impolutas volvían a las camas. Abrigando sueños y arropando caricias y desvelos.

A veces el aceite con azúcar sustituía a la mantequilla, pero de ningún modo habría de ser menos apetitoso aquel bocadillo que tanto gustaba saborear mientras los pies desnudos recorrían cada tramo hasta llegar a una pequeña cima llena de higueras. (Son dulces como tú. le dijo refiriéndose a los jugosos higos de leche)

Pasó página. Apagó la luz de la mesilla de noche, pero quedó ese regusto de recuerdos ya lejanos, pero muy presentes...


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