Como le importaba bien poco lo que tardarían las obras en la ciudad, esas que dejan todo patas arriba, igual que un pelo enmarañado, embestía cada tramo maltrecho pedaleando intrépida, y zigzagueando igual que un ratoncillo las esquinas, para luego desaparecer de un plumazo. Audaz habría de ser quien se fijara en ella para ver hacia donde pararía, en qué portezuela había de quedarse, como quiera que todo eso sucedía, para Valentina nada era más imperioso que llegar a su destino, y preocuparse de que la verdura y las frutas que contenía la cesta de mimbre se encontraran en buen estado al finalizar el viaje...,
Lo cotidiano para ella era eso, atravesar cuantas calles hubieran hecho falta, alcanzar la otra punta de la ciudad igual que la lanza de una flecha dirigida a un punto estratégico. Lo que no era tan común: El parque con la marquesina repleta de celosías de colores, los bancos de madera recién barnizados, brillantes, y una miríada de imágenes expuestas girando como si en verdad se tratara de un gran tiovivo. Tampoco era común un sinfín de golondrinas surcando el cielo, en racimo, una tropelía de aves deseando cruzar el espacio; quizás la vieja de la estanqueria siquiera se hubo parado a observar semejante espectáculo, siempre imbuida en pensamientos, recuerdos; alguien debería pararse a pensar que, a veces, los recuerdos, esos no tan bondadosos, no hacen otra cosa sino herir, rasgar el alma, la vieja entonces no tenía conocimiento de lo absolutamente bello que era ese día, a esa hora en que las aves chisporroteaban en el cielo brindando a quien hubiese querido una majestuosa obra de arte.
Valentina se implicaba en casi todo, de tal forma, que accedía a ponerse todas las noches un caracol en la frente esperando que éste recorriera su rostro dejando la baba, porque en le habían dicho que era un buen remedio para difuminar arrugas, hasta ese punto ella se comprometía, aunque fuera motivo de burlas en la hora del café, con sus amistades...,
Ella no permitiría que su mundo se resquebrajara, no lo haría de ningún modo, de eso estaba completamente convencida, aunque tuviera que tener una granja de caracoles bien alimentados, y el cruzar la ciudad en bicicleta cada día, aun estando todo patas arriba. Se habría jurado a sí misma desechar recuerdos insanos, y prometido que jamás los volvería a rescatar de la papelera; era pues de agradecer tener esas maravillosas y fuertes piernas, era de agradecer poder saborear el pacto entre la vida y la libertad, asimismo, lo que intrínsecamente significarían para ella los recuerdos...,
Muy sutiles tus letras.
ResponderEliminarUn abrazo.
Otro abrazo de domingo para ti, Rafael.
EliminarSomos recuerdos, que el tiempo borra de un plumazo.
ResponderEliminarFeliz fin de. Besazos.
En cierto modo , si, Gustavo.
EliminarFeliz finde para tí también. Besos.
Lo del caracol en la cara... ufffffffffff
ResponderEliminarComo para besarla luego...
Chao Valentina.
Hasta nunca.
Besos.
¿Y te habría de tocar a ti?
EliminarBesos desde Canarias- Tenerife
puestos a permisos, todos menos que te babosee el gasterópodo ese...!!!!ains!
ResponderEliminarBss
Gracias por pasarte, Pilar
ResponderEliminarBesos.
Y cada amanecer igual que abres los ojos como si fuese la primera vez,hay que hacer un pacto con la vida, almacenar el ayer en la memoria y caminar con pasos nuevos.
ResponderEliminarUn abracito María
Cierto, Ramón. Sabes bien saborear instantes y eso es maravilloso.
ResponderEliminarAbracitos para tí también.
Vaya. Me ha sorprendido estar por acá. Un lujo. A los caracoles les gusta pasear sobre el rostro. El texto es como un río trepidante. Me ha gustado.
ResponderEliminarSaludos.
Me alegro mucho que te haya gustado, Dh.
EliminarSaludos cordiales.
Qué cierto y qué bien lo has dicho: hay recuerdos que no hacen más que herirnos.
ResponderEliminarUn beso.
Me alegra que te haya gustado., eres muy amable
ResponderEliminarUn beso.