jueves, 20 de abril de 2023

Izac García.

 

Izac García frente al mar, pensaba que las olas eran como colas de caballo: olas rubias, olas negras, olas pelirrojas…

De modo que todos los días hablaba de coger la chalupa y echarse al mar, a la isla grande, iría con las hermanas y con la madre, iría con el sombrero de copa pequeña, con el traje de los domingos y con la biblia, con chapas plateadas. El viento hizo que se arremolinaran las olas y que trastabillara el barco, y que todos vomitaran a menudo y durante toda la travesía, siquiera tomaron agua. Poseidón, probablemente deseó que sucumbieran y llegaran a sus manos, los devoraría al instante, y luego se dormiría plácido entre olas. Pero llegaron después de dos noches en que siquiera la luna brilló; siquiera la luz de algún faro, porque los faros, y es de costumbre, han de permanecer erguidos como soldados, valientes ante las grandes batidas de espuma blanca; han alumbrar a los desorientados, alumbrar a un barco mercante, o simplemente permanecer ahí, para consuelo, como refugio, pero no tuvieron esa suerte, la de encontrarse con uno de esos faros, que en esas circunstancias sería como ver a Dios.

Un sol enorme de dedos les apuntó a la cara, cuando por fin llegaron a puerto. Olía a herrumbre; a marisco. Sabor a mar, sabor a esperanza. Izac García, y las hermanas, y la madre, saltaron al muelle, como lo hacen los cervatillos, cuando están en el prado, felices.

Aquel hombre de barba espesa y blanca les esperaba, y abanó con el pañuelo como señal. Acudieron a él pero no sonrieron, acudieron y se dieron las manos como saludo, luego les llevó a una vieja pensión, allí permanecieron tres días, hasta que el mismo hombre de barba espesa y blanca les avisara. El nuevo hogar esperaba y las tierras, también. Por aquellos tiempos los cuervos habitaban la isla de forma desproporcionada: Eran cuervos grandes, con fuertes garras, cuervos que sobrevolaban las cabezas de cualquiera, que sobrevolaban entre las altas palmeras. Y casi aullaban, como los lobos.

Unos animales muy inteligentes. Audaces. Con el plumaje negro como la pez. Con unos ojos especialmente brillantes…

Aremoga fue la primera de las hermanas en lanzar un grito al aire y dar un gran salto de alegría. Los demás también, pero bastante menos, más sigilosos, mas comedidos.

La casa era pequeña hecha de piedras y con tejado mezcla de paja y teja. La teja cocida y rudimentaria. Dentro, dos o tres chamizos. Un espacio pequeño para cocinar alimentos con leña, y una olla con varias abolladuras. Los medianeros por esa época eran muchos, y trabajaban la tierra de los señores…

Izac García, y las hermanas, menos la madre, que quedaba al cuidado de la comida, ya estaban trabajando aquellas tierras llenas de verdes hortalizas, de papas, y de algunas cosas más. Aún no despuntaba el dorado, cuando ya estaban en pié, con los atrezos y con las telas de saco en sus cabezas, porque a esas horas y sobre todo en invierno, el frío les hacia brotar sabañones en los dedos, además de tener las narices siempre frías como témpanos de hielo. Los martes, y miércoles, las hermanas se intercambiaban los zapatos hechos de lona y zuela de goma. Los martes los llevarían Aremoga y Herminda, y los Miércoles las otras dos hermanas: Arundina y Atanasia.

Izac García trabajaba de sol a sol, mientras que las hermanas lo hacían en jornadas un poco más reducidas. Porque cuando había que cargar leña en los carromatos para los señores, a Izac, se le partía la espalda y el alma: Pero en la casa no faltaba, por lo menos tres días en semana algo de comer: Papas, algo de gofio, y poca verdura, muy poca.

Una vez salió de entre las montañas una Luna redonda y brillante. Todos dormían, pero era la luz que emanaba el astro tan intensa, que la casa se iluminó con una brillantez inusual, y es que a veces, la luz toca el alma de las personas buenas, toca con calidez, con amor. Inunda todo, como cuando cae un torrente de agua y anega la tierra.

-Ese chico me gusta, dijo Arundia, será mi esposo, volvió a decir.


Habían pasado varios meses, y cada cual llevaba la vida como podía. A pesar de los malos tiempos, a pesar de todo, pero eran jóvenes, los jóvenes son así, tienen ilusiones, son felices. -Mira el mar, qué bonito es, dijo Atanasia, si, realmente es hermoso, ahora es azul, después será verde o pardo, algún día viviré al lado, viviré entre los callados (piedras redondas erosionadas), seguro que lo haré, se volvió a decir.

La madre de todos ellos había perdido la memoria, y siquiera cocinaba, porque una vez llenó el caldero de rabos de lagarto, en vez de papas. La apartaron del fuego y la dejaron por muchas horas al día en la terraza de piso de barro, sentada, con los ojos de niña y las manos arrugadas.

El guarapo había quedado en el olvido de sus labios, pero no en el de sus corazones, aquel roque negro y hermoso también permaneció en sus recuerdos. Y la vida de cada uno de ellos transcurrió tranquila y sacrificada, llena de sinsabores y de sabores.

Las personas descubren nuevas tierras, nuevas formas de vivir, aún en el sometimiento y la esclavitud, pero al fin y al cabo, siempre llega de alguna manera, la libertad.


4 comentarios:

  1. Los rabos de lagarto rebozados a lo mejor no están tan mal...

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  2. Ay amiga, qué símiles y metáforas tan chulas y bonitas nos brindas. Me ha encantado esta historia, pedacito de otras muchas similares vividas en tiempos tan duros. Te aplaudo.
    Muaaaaacka!

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