Por mucho que se empeñó en querer asistir a la fiesta de cumpleaños, por mucho que se había acicalado, la magia se había roto como un frenazo en seco de un coche a punto de estallarse contra un muro. De modo que regresó a la habitación no sin antes haber llorado como una niña y haber pateado la arena negra de la playa de Duque.
Se quitó el vestido que se había arrastrado y dejado un surco en el mismo borde donde iban y venían las olas. Estrepitosas olas, encadenadas olas. Llevaba un bonito recogido, que atado con horquillas y un adorno de plumas realzaba su cabellera negra...
La luz del día entraba por el ventanal y también recorrió el pelo, ya suelto, ya libre, como si fuesen nidos de golondrinas en cada tirabuzón. Pero la lluvia de lágrimas se habían desbordado como un río caudaloso, sin medida, sin freno, hasta quedar dormida sobre la colcha de patchwork. . Aquella fiesta la había esperado unos meses antes, estaba segura de poder asistir, incluso ya tenía el regalo, un bello lienzo de Monet que ella misma habría pintado con delicadas maneras, con entusiasmo e ilusión. Acostumbraba, cuando empezaba un cuadro, cerrar persianas y puertas, solo la música habría de escucharse, como cuando se hace un silencio apacible, como si hablaran las hadas. En este caso Schubert sería su inspiración, un agradable columpiarse debajo de un sauce, melodía de dioses.
Una ducha había emborronado el maquillaje, mojado el pelo, una ducha caliente, y después dejarse caer y quedarse con la cabeza gacha, gimoteando aún.
Antes de quedarse rendida y postrada en la cama, sucedió todo eso. La marchita tarde que cubrió de gris el esplendor de ella, el vestido que habría rasgado con unas tijeras, y dos horas antes relucía en la percha cubierto de tul, de flores, de primavera...
Los mitones se quedaron por el camino, apenas se había alejado de la casa cuando supo que ya no habría sol. No germinarían los sueños, no habría agua para dar de beber a los camellos en un desierto, la tierra agonizaría, el día sería noche, tan noche como la eternidad. Y es que es tan cruel la vida a veces, las perspectivas ya no serían las mismas al contemplar uno de sus lienzos. La ceguera habría irrumpido igual que un dragón lazando llamaradas de fuego, destruyendo los sueños...
Es muy duro eh...
ResponderEliminarEse final hiela la sangre.
Sufrir eso... ojalá que nunca.