Pero si esta tarde tomamos té sería algo realmente maravilloso, dijo Prudence.
Lo dijo en el momento en que comenzaba a llover: una explosión de confetis cayó y cubrió todo.
Claro, replicó Eulalia.
Esperaban a Elisa. Después de mucho tiempo se volverían a encontrar.
Detrás de la estación trabajaban para ampliar la gran avenida, de modo que el ruido era infernal como si de verdad estuvieran socavando los oídos de los transeúntes que no paraban de ir a un lado y otro, cada cual a sus cosas.
De aquella esquina ondeaba como las banderas el humo gris que producía el asador de castañas. Cerca se hallaba una floristería. Entrar en ella era perderse en un vergel: petunias, claveles, lirios, rosas, hibisco, lirio amarillo, azalea, dalia, buganvilia, hortensia.
Un carrusel es la vida, dijo Eulalia, ciertamente eso dijo mientras encendía un cigarro.
¿Y la guerra?, preguntó Prudence.
Eulalia no contestó, no lo haría.
¡Ah!, la guerra, ese monstruo que devora todo, dijo alguien mientras leía la prensa.
-Una limosna en el nombre de Dios, dijo el mendigo: todos los días derramaba la música por entre los callejones, y se explayaba más allá del Cielo.
Pero iremos luego a la tienda de sombreros, dijo Eulalia.
En realidad nadie escuchaba nada, siquiera veía nada.
Nadie escucha.
ResponderEliminarHacen ver que escuchan... pero solo oyen.
Besos.