Aplausos


Nada más alentador que un aplauso. Pero cuando se repiten por compromiso la vanidad de aquell@s que los reciben se convierte en un monstruo devastador.


María Gladys Estévez.

sábado, 20 de junio de 2020

La hiedra



La casona  era bastante peculiar envuelta en una capa verdusca por todos lados, siquiera en los días de ventisca habrían de oscilar las miles de hojas abrazadas, entrecruzadas, que engañosamente aparentaban protegerla. Allí vivieron los bisabuelos de Eleonora; pero desde entonces no había sido habitada por nadie más, sólo los pájaros en un revolotear circundando el espacio, e incluso  habían anidado. El techo de tea algo desvencijado era un lugar propicio para ello. 

Por aquel entonces las creencias populares apuntaban rumores sobre la casona. Incluso algunos vecinos desviaban su camino por no pasar por delante de ella. Quizás los más temerosos, los que dejaban fuera de sus casas las ristras de ajo y algún crucifico por los males, que, supuestamente acechaban hogares para malograr las vidas que en ellos vivían.

Es curioso, se dijo Eleonora, cuando un día decidió volver a ver aquella misteriosa casa, nadie piensa en lo bonita que pueda ser una casona tan elegante y vestida de ese verde parduzco, que la hace más bonita si cabe, debe ser el temor de Dios y lo que la Iglesia revela en cuando a los pecados y peligros del mal, se dijo.
 Sugestionarse es muy peligroso, se volvió a decir, mientras tanto dedicaba un rato en observar la vidriera con ojo de buey,  sus destellos al apuntar con los dedos el Sol se expandían vertiginosamente hacia todos lados, de modo, que con el mismo teléfono móvil tomó una instantánea, y otra, y otra, a intervalos de segundos. Empujó la puerta principal, que para nada le hacía falta cerrojo, hacía mucho tiempo había quedado desvencijada, maltrecha por el paso de los años. (una buena mano de barniz, ajustar la madera y queda como nueva, pensó), el foco  de luz anclado en el techo hizo que se cubriera la frente con las manos por ver el reflectante halo que cegaba. El salón desolado de muebles, y la encimera con las huellas que probablemente habían dejado el juego de té y las tazas chinas de porcelana,se le antojaron pisadas de palomas, de las tantas que hacían crías en el gran palomar cubierto de rejillas, por donde, según le habría contado su madre, les daban migas de pan a aquellas aves torcaces. 

Un grito desgarrador salió de la boca de Eleonora, un clavo se había hendido por entre el zapato de tela hasta lo profundo del talón, por unos instantes perdió la consciencia causada por el insoportable dolor, mientras tanto el tejer de la hiedra se iba apropiando con rapidez de la casona, de sus alrededores, sus hojas penetraron por la puerta aumentando  de tamaño estrepitosamente  estrechando el espacio entre el salón y Eleonora. Jamás regresó, y nadie supo nada de ella nunca hasta que los nuevos dueños, después  de restaurar la morada, amueblarla decidieron dejar un gran tapiz que colgaba de la pared: una hiedra de grandes hojas entrecruzadas con matices de gotas de lluvia que la hacían aún más bella rodeando el cuerpo de Venus.






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