Aplausos


Nada más alentador que un aplauso. Pero cuando se repiten por compromiso la vanidad de aquell@s que los reciben se convierte en un monstruo devastador.


María Gladys Estévez.

martes, 17 de febrero de 2015

El gato de la cachimba


Se hubiera cuestionado algunos asuntos, pero no lo hizo, y lo mejor de todo es que era feliz así, de cualquier manera, porque la veracidad de aquellos otros días le habrían hecho ver, que para nada hubiera servido preguntarse tantas cosas, y en efecto lo hubo comprobado mas tarde, así de sencillo.
 Se había emancipado de la vida que llevaba hasta entonces, había renunciado a la comodidad de un buen apartamento con hermosas vistas. Los aquellos que se hacían llamar amigos se habían diluido igual que una pintura cuando se emborrona con los colores aún frescos. Por aquel entonces los suburbios en la trasera de alguna famosa calle hacían que en las noches aparecieran toda clase de insólitos personajes y situaciones  propias de un cómic que alguien dibujara cada vez que el sol se escondía: Hombres y mujeres que formaban parte de aquella explosión de confetis.
Él vagaba con mucho gusto por esos bajos fondos en los que se vomitaba puro frenesí,   la cautivadora música y las conversaciones de unos y otros; los ojos de la morena, que a pesar del tiempo, todavía le hacía vacilar, como si todas la noches tuviera que volver a caminar por una fina cuerda y abajo, el abismo, eso le producía aquella mirada del demonio, pero qué  dulce demonio. Algunos habrían logrado su propósito cuando decidieron marcharse y ver otros mundos, en cambio, otros, ante el fracaso, quedaron atrapados en aquella urbe, que, cuando anochecía parecía un inmenso frescal de pasiones, un Conjunto de Mandelbrot. Pero a él no le importaba si hubiere fracasado o por ende, se hubiese convertido en un magnate orondo y bien vestido, no, no señor, él, se había emancipado de la vida…,


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