No ha venido nadie, pensó, pero igualmente lo había agradecido porque el propósito para esa tarde no era otro que perderse en el bosque donde los curtidos árboles milenarios pervivían al tiempo, ellos, los titanes, los guardianes de un imperio. Porque no era otra cosa sino un imperio ese bosque encantando en el cual le hubiera gustado perderse toda la vida a pesar de todos y a pesar de él mismo.
Se había preguntado si en realidad aquel encuentro habría servido de algo, si habría aclarado las dudas y los diferentes puntos de vista que aún tenían, él y dos vecinos de la aldea, de si hubieran limado asperezas. Él probablemente hubiera asentido en casi todo lo que se hubiera hablado, habría sostenido una copa de coñac sin quitar ojo de los gestos de los otros dos hombres, sin apartar la vista de sus bocas, que dejarían escapar multitud de vocablos, casi todos con mucha aspereza, y a veces con aires de supremacía por parte del terrateniente, o quizás se hubiera equivocado y esa opulenta apariencia y carácter lo imprimiría el campesino, que se atisbaba a una legua su soberbia nada mas verlo entrar con sus botas atestadas de barro y su descuidada barba; hubiera dado un golpe seco en la mesa, autoritario, caprichoso y engreído. Seguramente empezaría reclamando esto y aquello, le hubiera exigido una copa bien servida y, además de eso le recriminaría el tener la elegante cabaña con un porche amplio, le recriminaría todo lo que a él le había costado tener con su esfuerzo, con su maña e inteligencia. Trataría de denostar cada palabra que él hubiera pronunciado, cuando, alrededor de la chimenea y acomodados en amplios sillones de cuero, los tres hombres empezaran a departir a la hora acordada. Nada más lejos de pensar que había juzgado erróneamente a los dos hombres, al terrateniente y al campesino. De modo que se adentró en el bosque bien pertrechado, aminorando la marcha en algunos momentos y oteando los escondrijos de las comadrejas, los esplendorosos nidos de los pinzones azules y como contrapunto, el croar de los grandes sapos en los riachuelos que nacían a partir de las cascadas de las montañas en verano, cuando el deshielo provocaba un lago profundo y hermoso, y, que avistado a cierta altura pareciese una gran dama con sus mejores galas.
Sea como fuere agradeció muy mucho la malograda reunión, por lo tanto sobraron los acuerdos, las palabras mal dichas o los reproches. Entonces bienvenidos los hijos del bosque.
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