Mientras duró la cena no hice más que mirar los colores que llenaban el cuenco, sonreí porque el tiempo volvió atrás durante esos minutos. Giró un torbellino en mi cabeza y otra vez estaba ahí la pequeña niña con churretes y cabellos desordenados; castaños, libres de trenzas o tirabuzones. Qué bien poder oler otra vez la hierba que se extendía en todo el prado: brotes con lanzas al cielo, muy verdes. Trigales oteando igual que los soldados haciendo la guardia en los cuarteles próximos a nuestro barrio. Qué hermoso poder ver el ramo de perejil que adornaba el rincón del poyo, el potaje preparado en la mesa con mantel de flores y las pequeñas bocas eligiendo qué cucharilla coger. El gran lazo que mi madre llevaba en la parte de atrás de su mandil, a papá cuando llegaba con su chaqueta oliva con cuatro bolsillos. Llegó hasta el olor de la tierra cuando se empapaba de agua cristalina que caía del cielo arrojada por una diosa que yo imaginaba por aquel entonces. Todas las pisadas de mis hermanos recorriendo la casa. Abro los ojos y todo ha pasado, el reloj verde con pinceladas amarillas no deja descansar sus manecillas, igual que el tiempo.
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