Nora y Julia contemplaban el mar de nubes que parecían sostener el Boeing 747. Hacía rato que ya no se atisbaba la tierra, ni el mar, algunos pasajeros dormían, otros leían algo en la prensa; las dos mujeres compartían todas las sensaciones que iban surgiendo a medida que pasaban las horas. El cielo comenzó a pintarse de un ocre luminoso y las montañas de algodón se tornaban de un color grisáceo y un halo se desprendía de la cola del avión y dejaba un largo camino en el cielo, igual que una vereda con miles de pisadas. Dos días antes habían decidido tomar la decisión de compartir el resto de sus días.
Permanecieron cogidas de la mano durante casi todo el vuelo; rompieron silencio para hablar de los hijos de una, y, otra. Nando ya tenía casi diecisiete años y Nora cumpliría la próxima semana, doce. Durante la cena comentaron lo buena que estaba la carne ahumada y la ensalada; más tarde, trataron de conciliar el sueño, no sin derramar la misma cantidad de lágrimas.
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