Circunspecto, atusando el bigote, con la oreja pegada a la radio, el señor de la tienda de sombreros parecía de cera; para nada había escuchado los vítores que en la calle ancha se prodigaban al hombre, que altivo enarbolaba la mano desde una tarima ridícula. La oreja había permanecido atada a la radio, como si fuese la prolongación de la misma, y es que hay veces que las personas se mimetizan de tal forma que una no sabría distinguir una cosa de la otra.
De modo que toda una amalgama de sonidos y voces se podían escuchar. Era fácil poder intuir que él se encontraría ahí dentro, junto a ese mundo tan misterioso y real, por el modo en que reaccionaba cada vez que la oreja se fundía junto al aparato, como una loncha de queso cuando viaja en el microondas.
Voces con noticias de esto y aquello, sonidos relevantes que hacían trotar hasta los caballos, y el caballero de cera envuelto en ese humo misterioso, en ese otro lado.
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