Allá
por el año mil novecientos setenta y siete siendo yo una jovencita
recuerdo aconteceres gratos, llenos de emociones, de ilusiones, de
esas intensas vivencias juveniles que se quedan grabadas para siempre
en la memoria, en que, unos dos o tres días en semana unas primas, y
yo, solíamos acudir a casa de mi querida abuela Isabel, que residía
en un camino llamado las mantecas en el barrio de la Cuesta.
Esta
noche pasada soplaron los alisios, de forma diferente, un tintineo de
notas musicales se expandían hacia todos sitios. Ese viento amable,
mesurado, que acuna como cuando una se adentra en un mar calmo y se
deja llevar y abrazar, un viento que sacude una alfombra de
vivencias, y dado el caso, quiero contar lo acontecido ese año en
que aún pensaba que el mundo era aquel camino de las mantecas. Dado
que la orografía de mi tierra hace que abunden múltiples pendientes
naturales, el camino era una de esas pendientes, pero aunque hoy en
día ha cambiado notablemente, aún sigue teniendo la magia que al
menos, a mi me producía el recorrerlo hasta la casa de mi abuela.
Por aquel entonces, los cipreses adornaban todo el trayecto, era una
magnificencia contemplarlos, y cuando los alisios soplaban en épocas
de primavera y verano se les podía ver mecerse arropados unos a
otros, como si en verdad dieran la bienvenida, como verdaderos
anfitriones. Las casitas pintadas de colores, algunas con terrazas y
sus balaustradas, y portones lucían sobre todo por la mañana con
ese color ocre que da el sol en su despertar, impregnando fachadas y
azoteas de esa maravillosa luz de dioses.
El
olor a café recién tostado y aquella cocina chiquita y limpia, y
con encajes en las baldas como adorno, y el caldero al fuego con el
potaje guisándose lentamente, sin prisas, como cuando una se detiene
para observar aquella nube que se aleja adormecida por las
corrientes. Todo en aquella casa era magia, los geranios en la
azotea, los peldaños de la escalera con soportes y jazmines en
ellos, Ver a mi abuela en la cocina con su mandil de cuadros, sus
ojos verdes, su piel oliva, su pelo negro intensamente negro.
Siquiera se le podía escuchar caminar por las habitaciones, o por el
patio, con un guayabero espléndido, siquiera ahí, cuando
delicadamente quitaba las hojas secas y daba la vuelta a la fruta por
ver si ya maduraba, era tan sumamente silenciosa, sin prisas, un
caminar de leve paso, tanto que a mi me parecía que casi ni rozaba
la baldosa.
Una
se va a la cama con ese dulce recuerdo y también se deja mecer al
escuchar el viento alisio, cariñoso, dulzón como un vino de brumas
de ayosa…
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