miércoles, 22 de noviembre de 2017

Que se van yendo cosas y casas y calles.



Ya no se llevan calles estrechas, sin embargo, aún se pueden ver en cualquier ciudad del mundo.
Las calles estrechas tienen magia, al menos yo lo creo así. En las calles estrechas abundan toda clase de seres y cosas, y humanos, también. Por ejemplo: Los grillos, los cubos de basura con peladuras de limón, peladuras de papas, y peladuras de muchas cosas, tantas que se ven colmados, los cubos.
También, muchas colillas, algunas aún con resto de pinta labios, y otras, simplemente, son colillas apuradas en el transcurso de la noche una, tras otra, mientras se juega a una partida de cartas, atrás del tugurio, por eso el whisky, por decir whisky, porque podría haber nombrado cualquier otro brebaje, habrían de ir igualmente al cubo de basura, las botellas, vacías del todo.
Esas calles estrechas algún día serán solo un recuerdo en el tiempo de alguien. Porque ya no cabemos, y ahora lo que más abunda son las calles anchas y largas, avenidas que parece que engullen a todo el que se adentra. A mi me parecen selvas. Pero no son verdes, esa es la diferencia. Son multicolores por las luces que llevan las farolas, y por los adornos de navidad, si es el caso que fuera época de fiestas navideñas.
Pero yo me niego a eso de renunciar a las calles estrechas, con sus cubos de basura en la parte de atrás, o, en la parte trasera. Las calles estrechas, donde se duermen los tugurios a altas horas de la madrugada, se han convertido en un culto, por decirlo así. Bares atestados de parlantes, con cigarros en sus bocas, con la música del trompetista que parece que nos lleva al cielo. Y sobre todo ¡ah, sobre todo! Los ricos bocados de tortillas, y de pimientos, que más que comida parecen besos con lengua...


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