Ya
no se llevan calles estrechas, sin embargo, aún se pueden ver en
cualquier ciudad del mundo.
Las
calles estrechas tienen magia, al menos yo lo creo así. En las
calles estrechas abundan toda clase de seres y cosas, y humanos,
también. Por ejemplo: Los grillos, los cubos de basura con peladuras
de limón, peladuras de papas, y peladuras de muchas cosas, tantas
que se ven colmados, los cubos.
También,
muchas colillas, algunas aún con resto de pinta labios, y otras,
simplemente, son colillas apuradas en el transcurso de la noche una,
tras otra, mientras se juega a una partida de cartas, atrás del
tugurio, por eso el whisky, por decir whisky, porque podría haber
nombrado cualquier otro brebaje, habrían de ir igualmente al cubo de
basura, las botellas, vacías del todo.
Esas
calles estrechas algún día serán solo un recuerdo en el tiempo de
alguien. Porque ya no cabemos, y ahora lo que más abunda son las
calles anchas y largas, avenidas que parece que engullen a todo el
que se adentra. A mi me parecen selvas. Pero no son verdes, esa es la
diferencia. Son multicolores por las luces que llevan las farolas, y
por los adornos de navidad, si es el caso que fuera época de
fiestas navideñas.
Pero
yo me niego a eso de renunciar a las calles estrechas, con sus cubos
de basura en la parte de atrás, o, en la parte trasera. Las calles
estrechas, donde se duermen los tugurios a altas horas de la
madrugada, se han convertido en un culto, por decirlo así. Bares
atestados de parlantes, con cigarros en sus bocas, con la música del
trompetista que parece que nos lleva al cielo. Y sobre todo ¡ah,
sobre todo! Los ricos bocados de tortillas, y de pimientos, que más
que comida parecen besos con lengua...
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