La cocina olía
diferente dependiendo de la hora, a Marta le gustaba el olor de los
desayunos, el aroma se colaba por entre las puertas, y las
habitaciones se llenaban de una fragancia especial: Bollos, café,
mantequilla. La melaza se dejaba caer en las tostadas y los arándanos
adornaban hasta casi los picos del mantel. Afirmaba el ama de llaves
que el alboroto de muchachos y sus perros y sus gatos resultaba a
esas horas un vendaval de aire agitándolo todo, incluso, si en el
jardín se hubiera encontrado una goleta, ésta, se hubiera
zarandeado igualmente, y su velamen volado por los aires.
Cada cual iría a sus
tareas, los mas proclives a obedecer eran dos hermanos de piel clara
y pelo rubio y Marta, una chica distraída y confusa desde el mismo
día de su nacimiento. Pasaron demasiados años y en aquella casa
situada enfrente de un lago, pero dividida por un gran muro cubierto
de lechosas ramas entrecruzadas, solo quedaban los hermanos de piel
clara, ya con el gesto murrio y demasiadas arrugas, y Marta, (Ya casi
con el siglo en sus espaldas) tantas las arrugas de ellos tres, que
podrían servir de abrigo en invierno; pero lo terrible de todo
aquello es que el miedo de las criaturas durante su infancia, el
poder de anular a las personitas desde chiquitas para obviar lo
evidente, los azotes y las humillaciones por parte de las cuidadoras,
no dejó que sus ojos no pudieran ver mas que esa pared cubierta de
ramas, que creían atisbar desde sus ventanales, y tampoco, sus ojos
ni sus oídos escucharon los barquichuelos desplazándose por entre
las aguas y el chapoteo de las avanzadillas hasta llegar al otro
extremo de la ciudad; por lo tanto se quedaron para siempre en sus
habitaciones abrazando los días ilusorios de sus vidas y sus
desayunos.