jueves, 31 de agosto de 2017

El compás de unas horas



El compás de un día


La lilas las dejas ahí, al lado de la pilastra; pero creo que aún no huele en la cocina, pensó al mismo tiempo. (Debe ser porque el mercado no ha abierto hoy, o debe ser, que aún no es la hora, o que mi reloj anda adelantado).
Un cíclope tocaba en la puerta y la casa cimbreaba, todos los cuadros cayeron, y la lámpara cayó de inmediato: Cuando tocó el piso, se quebró. Había que abrir de inmediato, habría que hacerlo, de otro modo solo quedarían las ruinas. “Resoplando, trastabillando, entregó las cartas…)
El apio, el pimiento, todo cortado en finas capas, el caldo, las demás verduras estaban dispuestas, ahora si tocaba. Ahora el olor de la cocina saldría por la ventana, hacia la calle estrecha.
Ahora estaría ahí, justo en el banco del patio, sentada, descalza, con la cabeza gacha, leyendo. Se oye fuera cuando la lluvia arrecia. Como si en verdad fueran lanzados dardos del cielo, con la finalidad de clavarse, igual que las garras de un aguilucho. ¡Ah, la lluvia! Pensó eso mientras humedecía su dedo para pasar página, porque a ella no le hubiera importado que uno de esos dardos se hubiera clavado en su pecho, o en el muslo, o en los labios… se hubiera deleitado por ello.
La tormenta, luego la calma, la calma, luego la tormenta, todo eso se repetía en su cabeza, ¡glorioso día! Dijo.
!Hallelujah¡ La iglesia estaba cerca. Las voces al unísono, golpes en el pecho.



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