El
compás de un día
La
lilas las dejas ahí, al lado de la pilastra; pero creo que aún no
huele en la cocina, pensó al mismo tiempo. (Debe ser porque el
mercado no ha abierto hoy, o debe ser, que aún no es la hora, o que
mi reloj anda adelantado).
Un
cíclope tocaba en la puerta y la casa cimbreaba, todos los cuadros
cayeron, y la lámpara cayó de inmediato: Cuando tocó el piso, se
quebró. Había que abrir de inmediato, habría que hacerlo, de otro
modo solo quedarían las ruinas. “Resoplando, trastabillando,
entregó las cartas…)
El
apio, el pimiento, todo cortado en finas capas, el caldo, las demás
verduras estaban dispuestas, ahora si tocaba. Ahora el olor de la
cocina saldría por la ventana, hacia la calle estrecha.
Ahora
estaría ahí, justo en el banco del patio, sentada, descalza, con la
cabeza gacha, leyendo. Se oye fuera cuando la lluvia arrecia. Como si
en verdad fueran lanzados dardos del cielo, con la finalidad de
clavarse, igual que las garras de un aguilucho. ¡Ah, la lluvia!
Pensó eso mientras humedecía su dedo para pasar página, porque a
ella no le hubiera importado que uno de esos dardos se hubiera
clavado en su pecho, o en el muslo, o en los labios… se hubiera
deleitado por ello.
La
tormenta, luego la calma, la calma, luego la tormenta, todo eso se
repetía en su cabeza, ¡glorioso día! Dijo.
!Hallelujah¡
La iglesia estaba cerca. Las voces al unísono, golpes en el pecho.
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