Quizás
fue cobarde, porque en ese mismo momento hubiera desaparecido de la
faz de la Tierra.
Trató
de abalanzarse y dejarse caer, pero la hondura de aquel barranco era
vertiginosa, y volvió sobre sus pasos, temblorosa, y hasta algo
cohibida. La noche anterior lo había planeado todo, incluso la
vestimenta que llevaría; pero era humana, si, y le sobrepuso el
pánico, pánico ante las ganas de irse de este mundo…
Dos
meses atrás había intentado quitarse la piel con la punta de un
abrecartas, pero solo atino a despellejar tres dedos de la mano
derecha, el dolor fue insoportable, más aún que tener que
arrodillarse en la iglesia y arrastrarse hasta llegar al altar, donde
un Jesús cansado, le esperaba, para perdonarla, pero en vez de eso,
se compadeció de ella. Verla en ese estado era una verdadera
lástima: Penando por el pasillo, llorando por los días caóticos,
con sus manos juntas y con un rosario que llegaba al suelo, con un
crucifijo desgastado. Las personas se perdonan solas, dijo aquella
señora, en el último banco, estaba con un trapo dándole lustre a
los asientos, si, volvió a decir, luego desapareció por entre los
balaustres…
De
modo que se puso contenta cuando de nuevo la piel creció envolviendo
los tres dedos.
Pero
la idea de irse no se le quitaba de la cabeza, aún con la invitación
de unos amigos para pasar el día en un cerro de tantos que hay en
Australia. Pero un cerro con una casa enorme, con un parterre lleno
de Zarzos Dorados. Una noche, y otra y otra, con la luz de un luna
gigante y el humo de las pipas alzándose al cielo, y las charlas de
estos y aquellos, y el vestido de ella, elegante. El té rojo en la
taza y la sonrisa de todos y el bienestar, y también los sueños.
Pero nada de eso habría de interesarle. Siquiera contemplar desde el
cerro, las vistas gloriosas…
Fracasaría
siempre, pensó, fracasaría el querer irse. El dolor y el miedo, el
dolor y el miedo, siempre iban a impedir eso, salir del mundo,
despedida, como una gran bala. De modo que, una idea le rondó por la
cabeza, una idea que le gustó: A media noche de esa noche de
fiestas en el patio de la casa, salió con lo puesto y se dirigió
apresurada donde los dingos. Allí consiguió irse para siempre,
porque olía estupendamente, y su piel y huesos tan apetitosos...
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