De
los días de los milagros
Me
pareció un niño el primer día que lo vi, pero no lo era. Su rostro
era pura bondad, sus rasgos suaves, delicados, con uno ojos que
parecían caídos del cielo. No tenía edad, por más que lo miré,
no tenía edad. Una muleta le daba la seguridad suficiente para dar
un paso, y luego, otro, y otro…
Pero
no puedo olvidar su rostro. Una mueca graciosa en sus labios parecía
dar la bienvenida al nuevo amanecer, tomó café. Despacito, sorbo a
sorbo. Me incliné a mirarlo, porque el aleteo de manos de las
compañeras impedían poder ver tamaña hermosura. Lo miré
abstraída, perpleja; admiré su espalda, sus piernas, su cojera, su
modo de sorber, siquiera oteaba alrededor. Sentado, callado, con la
paz que muchos necesitamos. ¿De donde venía? ¿Porqué esa
resignación tan bonita?, la serena quietud de su cuerpo hacía que
se creara un cerco luminoso a su alrededor, brillante como una gran
estrella.
La
mañana alborotada el café repleto de personas hablando esto y
aquello, ¡ah pero la bondad de él, su admirada presencia por mi
parte!.
La
ignorancia de los demás me gustó, porque ese hombre era un lienzo
expuesto, ahí, para contemplar una belleza indescriptible, y yo fui
la afortunada, si, fui eso y más, porque pude ver bien sus colores,
cada pincelada; pude conocerlo; ahora giraría a un lado, ahora hacia
el otro, era como un resplandor aquel lienzo. Un mar dentro llevaba,
un océano repleto de peces brillantes… ¡oh … si, qué sueño,
que privilegio el mío!. Cada paso, cada gesto, cada sorbo, todo era
confortable, como cuando una llega a casa, y se deja caer y se
duerme, profundamente; un sueño, si, un sueño vertiginoso poder
admirar a alguien que cae del cielo invisible a los demás...
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