jueves, 9 de marzo de 2023

Las horas de la noche.

 


Y se habría despertado con el mismo sueño de siempre. Un piano en medio de aquella sala. Una habitación, ni tan grande, ni tan pequeña con las cortinas púrpura ondeando por la brisa que con sus dedos no dejarían de acariciar el terciopelo.


El incesante ruido de la fuente en el patio, como un chisporroteo de luces que se mecen, una y otra vez al fluir el agua, ese ahogo de bienestar que se propaga alrededor de la casa. El chip, chip, de un acuoso mundo dentro de una pileta, tan bellamente expuesto en el terrazo.

Un sigiloso topo rasgaría las vestiduras de la tierra donde los plantones de rosas esperaban resurgir, este hallaría el modo de atravesarla con una maestría, que sin duda alguna obraría el milagro de la naturaleza. De modo, que amén de todo eso, el ulular del viento sería grato para los que en la noche no pueden conciliar el sueño, o eso creen, por querer inspirarse al mirar por la ventana y ver los abatidos lirios, y aquel naranjo que en vaivén se inclina varias veces luchando por quedarse inmóvil, plagado de fruta olorosa. Alrededor la calle vacía. Siquiera alguien que se dignara salir. De manera que habría un silencio angustioso de pasos aquí y allá. Porque es justo la hora esa de la madrugada en que, la quietud de las personas pesan, porque dormitan como si una muerte súbita se los llevara por unos instantes para luego volver, y quizás acomodarse en alguna postura más placentera.


Como quiera que las horas de la noche tienen el color gris adornando los tejados de las casas, sobreponiéndose a los rayos del sol, hay ondas que en todo momento sobrepasan el límite que ningún humano pueda percibir, siquiera ser conscientes del estado en que se podría revelar su materia algo que de momento pueda ser tangible, pero que, como una fusión, se pueda volver intangible.

Quiso hacer un café corto para poder seguir sintiendo todas esas sensaciones, esos ruidos de la naturaleza, la quietud que sentía en el


pecho sobreponerse ante tanta belleza nocturna. Siquiera se habría dado cuenta que sus pasos sonaban como cuando algo cae al corcho, o a algo mullido.

Pero se detuvo. Un sollozo en la antesala hizo que retrocediera. Salió de la cocina y se acercó sigilosa hacia la persona que lloraba tapando su boca con un pañuelo por no gritar. Se quedó sentada a su lado para consolarla, pero siquiera advirtió su presencia, siquiera dijo nada, un desconcierto grande la hizo reflexionar el porqué. Dado que enfrente, justo enfrente se hallaba un cirio y luego, otro, y otro, y como la joven no dejaba de llorar, ni caso alguno al querer consolarla, se acercó más hacia el foco de luz de los cuatro cirios, pero sus ojos salieron de las órbitas, sus manos frías temblaron y no pudo gritar, no pudo: ella, con un sudario y un rosario, en el sarcófago, plácidamente dormida, esperando la desaparición de su cuerpo.

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