El
general Teódulo se había auto proclamado jefe del estado. Atusando
el bigote frente al espejo sonreía por el logro alcanzado. La
soberbia se le atragantaba desde las entrañas hasta una sonrisa
cínica y perversa. Mandó servir la cena: codornices guisadas con
naranjas, cestas de hojaldre rellenas de paté de ganso , un buen
vino mandado pedir expresamente desde las laderas vinicolas de
Larnaca, coñac con solera y puros de la habana.
Luego
vendría una de las sirvientas: una muchacha que no pasaba de los
dieciocho años y haciendo un gesto de reverencia tuvo que aprobar
los antojos de Teodulo, más por no quedar sin pan ni rancho, dado
que algún dinero recibía de vez en cuando y que por esa causa sus
padres y hermanos tendrían la suerte de calentar sus estómagos, que
por tener que despojarse de la bata y el mandil, y dejar que la
tomara como si fuese el postre. El general había sobrevivido a la
guerra que había dejado a Fridonia en una ruina una hambruna
sobrevino a la población: cartillas de racionamiento de alimentos, y
lo peor la opresión por medidas políticas que cada día cambiaba a
su antojo el general mientras jugaba a las cartas con sus camaradas.
Se jugaba no su cuello, que hubiera estado acertado, se jugaba las
cabezas de quienes habitaban el país. Si había que fusilar a
alguien con la indolencia propia de un dictador, un sicario golpeaba
con los nudillos en una puerta cualquiera y se llevaban al primer
varón que estuviese dentro. Tan fácil como recorrer la calle hasta
el peñasco para darle el disparo certero que reventaría los sesos y
si el moribundo aún quedaba con algún hilo de vida se le remataba
con otro disparo.
Se
ha muerto de unas fiebres decía la viuda cuando los allegados
preguntaban por él. Todos sabían, nadie decía nada, las palabras
se quedaban dentro como una mala digestión. La rabia contenida y el
miedo comulgaban a la par. El olor del muerto impregnado en la ropa
que quedó en el hogar era lo único que la viuda tenía como
consuelo, porque jamás supo de él y cada noche tenía que morderse
los labios para que el chirrido de sus dientes de llanto no se
escuchara en el silencio de las madrugadas por las milicias que
rondaban después del toque de queda.
Un
aire abrasador salía de los pulmones del general cada vez que
pensaba, cada vez que se enteraba de que en el país en alguna casa o
finca se reunieran los desertores de la opresión y el hambre, y para
poder sosegarse pedía los favores de cualquier muchacha de la
servidumbre: era de un gusto repugnante por parte del general andar a
gatas alrededor de la alcoba y rebuznar con burla como venganza a los
que proclamaran la libertad, mientras tanto la muchacha hierática y
con frío esperaba los antojos de aquel hombre rechoncho de poca
estatura que para aparentar la apariencia de un mandatario regio
dejaba que el bigote se explayara encima de su boca como si lo
hubiera mandado grabar a fuego, pero soñaba pesadillas a menudo
habría los ojos los restregaba por si hubiera sido una alucinación
se le hacia un cerco en la habitación cada vez más ancho de rostros
pálidos, de cuerpos roídos de palos, de vómitos provocados por la
tuberculosis, una amalgama de muertos desfilaban delante del general
que ya casi no podía controlar sus sueños. No sabía cómo resolver
esa situación que le descomponía los intestinos, y es que no es lo
mismo ser general de Fridonia someter a un pueblo con latigazos de
miedo, que enfrentarse a sus propios monstruos.
Aún
hoy en día se debate en qué lugar poder dejar los restos del que
fue el tirano.
Sin necesidad de recurrir a adjetivos chuscos ni duros ni grandilocuentes, haces un retrato perfecto de la peor maldad. Me ha encantado.
ResponderEliminarOjalá sus monstruos lo sigan visitando allá donde acaba el arco iris.
Besitos pa ti
Gracias linda genia
Eliminarbesitos igual
Un bonito relato el que nos dejas.
ResponderEliminarUn abrazo en la tarde.
Gracias Rafael
Eliminarotro para ti grande
Me gusta tu forma de contar...
ResponderEliminarUn beso lector.
Gracias Eva, muchas gracias
EliminarOtro beso cercano para tí.