sábado, 5 de octubre de 2019

Una vez Fridonia








El general Teódulo se había auto proclamado jefe del estado. Atusando el bigote frente al espejo sonreía por el logro alcanzado. La soberbia se le atragantaba desde las entrañas hasta una sonrisa cínica y perversa. Mandó servir la cena: codornices guisadas con naranjas, cestas de hojaldre rellenas de paté de ganso , un buen vino mandado pedir expresamente desde las laderas vinicolas de Larnaca, coñac con solera y puros de la habana.
Luego vendría una de las sirvientas: una muchacha que no pasaba de los dieciocho años y haciendo un gesto de reverencia tuvo que aprobar los antojos de Teodulo, más por no quedar sin pan ni rancho, dado que algún dinero recibía de vez en cuando y que por esa causa sus padres y hermanos tendrían la suerte de calentar sus estómagos, que por tener que despojarse de la bata y el mandil, y dejar que la tomara como si fuese el postre. El general había sobrevivido a la guerra que había dejado a Fridonia en una ruina una hambruna sobrevino a la población: cartillas de racionamiento de alimentos, y lo peor la opresión por medidas políticas que cada día cambiaba a su antojo el general mientras jugaba a las cartas con sus camaradas. Se jugaba no su cuello, que hubiera estado acertado, se jugaba las cabezas de quienes habitaban el país. Si había que fusilar a alguien con la indolencia propia de un dictador, un sicario golpeaba con los nudillos en una puerta cualquiera y se llevaban al primer varón que estuviese dentro. Tan fácil como recorrer la calle hasta el peñasco para darle el disparo certero que reventaría los sesos y si el moribundo aún quedaba con algún hilo de vida se le remataba con otro disparo.
Se ha muerto de unas fiebres decía la viuda cuando los allegados preguntaban por él. Todos sabían, nadie decía nada, las palabras se quedaban dentro como una mala digestión. La rabia contenida y el miedo comulgaban a la par. El olor del muerto impregnado en la ropa que quedó en el hogar era lo único que la viuda tenía como consuelo, porque jamás supo de él y cada noche tenía que morderse los labios para que el chirrido de sus dientes de llanto no se escuchara en el silencio de las madrugadas por las milicias que rondaban después del toque de queda.

Un aire abrasador salía de los pulmones del general cada vez que pensaba, cada vez que se enteraba de que en el país en alguna casa o finca se reunieran los desertores de la opresión y el hambre, y para poder sosegarse pedía los favores de cualquier muchacha de la servidumbre: era de un gusto repugnante por parte del general andar a gatas alrededor de la alcoba y rebuznar con burla como venganza a los que proclamaran la libertad, mientras tanto la muchacha hierática y con frío esperaba los antojos de aquel hombre rechoncho de poca estatura que para aparentar la apariencia de un mandatario regio dejaba que el bigote se explayara encima de su boca como si lo hubiera mandado grabar a fuego, pero soñaba pesadillas a menudo habría los ojos los restregaba por si hubiera sido una alucinación se le hacia un cerco en la habitación cada vez más ancho de rostros pálidos, de cuerpos roídos de palos, de vómitos provocados por la tuberculosis, una amalgama de muertos desfilaban delante del general que ya casi no podía controlar sus sueños. No sabía cómo resolver esa situación que le descomponía los intestinos, y es que no es lo mismo ser general de Fridonia someter a un pueblo con latigazos de miedo, que enfrentarse a sus propios monstruos.

Aún hoy en día se debate en qué lugar poder dejar los restos del que fue el tirano.







6 comentarios:

  1. Sin necesidad de recurrir a adjetivos chuscos ni duros ni grandilocuentes, haces un retrato perfecto de la peor maldad. Me ha encantado.
    Ojalá sus monstruos lo sigan visitando allá donde acaba el arco iris.
    Besitos pa ti

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  2. Un bonito relato el que nos dejas.
    Un abrazo en la tarde.

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  3. Me gusta tu forma de contar...

    Un beso lector.

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