martes, 12 de diciembre de 2017

Vuelve Kontiki





A mediados del siglo pasado supe que Raúl era familia nuestra. Un primo segundo, que mis padres habían conocido casi por casualidad, en Tabarca, en su viaje de bodas. Fue en una de esas calles que, durante todo el año olía a mar, mejor dicho, toda Tabarca llevaba impregnado el fastuoso aroma del mar; por aquel entonces yo no había nacido, pero ya estaba en camino, mi madre me llevaba dentro: Una preciosa tripita, redondita como un globo. Raúl había sobrevivido a la guerra, había sobrevivido a unas cuantas balas que zigzaguearon alrededor de su cuerpo joven, y delgado. Mientras unos compañeros de batalla se habían dejado las tripas en aquella esperpéntica escena. Llegaron a primera hora de la mañana unos cuantos militares y se llevaron a los muchachos, así, sin más. Quedaron las madres con el silencio en sus bocas, y en sus ojos, detrás de aquellas balaustradas. A Raúl le habían preparado un macuto con dos latas de sardinas y una hogaza de pan, sin tiempo a añadir nada más que fuera lo dicho.
Las botas se las dieron en el barco rumbo a la guerra, porque él llevaba unas alpargatas,las alpargatas que llevaron sus pies desde siempre. Aquellas botas le habían encarnizado la piel, porque no era costumbre llevarlas, siquiera las había visto en la vida; pero terminó acostumbrándose, igual que se había acostumbrado más tarde a matar hombres.
Por aquel entonces, Raúl llevaba una vida apacible, sin más pretensiones, y sin tener un mínimo de interés de salir de aquella isla, además de todo eso, nada sabría más allá de la infinitud de aquel horizonte, que miraba sin ver, y, que se definía perfectamente, como una fina y delgada línea, que separaba el cielo de la tierra.
Las olas lanceoladas rompían en la tapia de balaustres que rodeaba el muelle, cada cual a sus asuntos, esquinas con balcones en floración; calles estrechas y perfumadas de incienso: Costumbres. Aquel espacio en medio del mar es de Yemayá, decía la señora de los corchetes, y de los dedales, y pedrerías playeras.
Pescado frito decía alguien. Pasen y vean, decían otros.
Pero el muchacho subió al barco con pasos inseguros, con los ojos llenos de miedo, él, y unos cien chicos más. Pronto las gaviotas dejaron de seguir al buque, se quedaron revoloteando, arriba, por si algún rastro, aunque fuese nimio, las hicieran bajar en picado enterrando sus picos en el frondoso mundo marino.
A deshora llegaron a la guerra, a unas horas perdidas del tiempo, como si los relojes no existieran.
Pero eso poco importaba ahora, cuando ya habían desembarcado, todo estaría perdido. Vidas que latirían poco tiempo, un tiempo inestimable, pero allí valdría poco, tan poco como una vida.
Las noches frías como témpanos de hielo, envolvían los cuerpos de los muchachos ateridos: Manos, pies, rostros. Quijadas temblorosas, porque el lobo acecha fuera. El espectáculo de la barbarie azotando latigazos de fuego. Aquellas noches que Raúl nunca pudo olvidar, porque las llevaba todas en su cabeza. Porque ya nada tendría importancia alguna después de todo eso, siquiera aquel cura, mala persona, que le guiñaba un ojo cuando era chico. Un cura obeso, un cura molesto y cruel. Las viejas rezando enfrente y santiguándose, para que el párroco les diera el perdón y les guardara el secreto de cuando se deshacían de los fetos; o cuando confesaban la pestilencia de las bocas de sus esposos borrachos, y aún así, tenían que cumplir la vida marital. Hombres rudos llegados del mar.
Hombres cansados, con la piel curtida como el cuero, con las manos agrietadas de la sal. Insomnio, de noches negras y aguas turbulentas. Más que hombres venían como autenticas pirañas, con dientes que se clavaban en las espaldas de ellas, mortificando los muslos, y arremetiendo entre ellos. La sábila caía como una baba y resbalaba en lo pechos de ellas, que, con mucho esfuerzo disimulaban el asco. Por eso recurrían a la iglesia, al párroco que las aconsejara, que les guiara para ser buenas esposas; también por los fetos arrojados al mar, niños que fueron de otros padres, que quedaron en tierra, que no pudieron salir a la pesca por su fragilidad, o, por tener dificultad al andar.
Quedaron los inválidos, para resumir…
De modo que, todo tenía un porqué, y todo era santificado, y resuelto. Así eran damnificadas las esposas que llevaban embriones no deseados; así eran damnificadas, las que recurrían por deseo a la cama de alguna otra.
(Y es que a las personas se las llevan los demonios, y se las llevan los prejuicios. A las personas se les prepara desde chicas para obedecer, para tener que seguir con las costumbres; con las penas de otros, también. Al fin y al cabo, es difícil tirarse al vacío, y abrir las puertas de la libertad. Abrir los ojos y ver claro).
La noche más cruenta fue el día once, en la madrugada. Raúl no dormía apenas, estaba enfermo de los nervios, estaba tullido de pavor, de desesperanza, y las malditas botas, que arañaban por dentro como bichos hambrientos. Cayeron bombas aplastándolo todo, igual que un gigante devastando bosques y casas. Un grito, luego, otro, era uno de los chicos, que de golpe, le desaparecieron las piernas, trozos de piel y huesos esparcidos, como si fueran confetis. Tenía que arrastrarse hasta llegar al desafortunado, tenía que intentar al menos, darle un poco de calor humano, besar su rostro muerto, que sintiera por última vez algún resquicio de humanidad. De modo, que llegó, con dificultad, pero ahí estaba Raúl, pegado al cuerpo sin piernas, pero con un pequeño hálito de vida.
Fue la primera vez que besó a un hombre. Le besó las manos. Le besó la frente, los labios, porque en ellos algo tibio quedaba, luego nada. Lloró lo que quedaba de oscuridad, lloró junto a ese manojo de tripas. Maldijo mil veces, luego quedó dormido por unos instantes, sin saber siquiera qué hacía allí, sin saber el motivo por el que estaba en ese lugar, y porqué moría tanta gente.
Solo el estruendo de las bombas. Aquello no era de Ley, no. Aquello era una tropelía, había que destruirlo todo. Las campanas de las iglesias quedaron mudas, porque el rugir de los tanques, de la gran pirotecnia, solapaba todo, los gritos de los muchachos avanzando entre suelos atestados de rostros desdibujados. Una contemplación de aullidos despreciable.
En algún momento de calma, que no pasaba de unos minutos, o quizás media hora, se evadía para volver junto a sus seres queridos. Quiso imaginar a las gaviotas con giros asombrosos y el modo en que se lanzaban en busca de comida, eso le provocó una leve sonrisa. Se giró al otro lado del camastro: Ahora su madre le regalaba una sonrisa, amor de madre, balbuceó.
Un brote de fiebre le hizo despertar, el frío se lo comía, se había metido los dedos en la boca buscando algo cálido. Pero no había.
Después de todo, una vez acabada la contienda, pudo regresar, vivo, con alguna esperanza para los años venideros. De regreso a sus orígenes: Aspiraría el perfume del mar, de cada ola, de la espuma de ellas cuando se dejaban mecer en la arena. Caminaría por la playa, admiraría el hermoso espectáculo de los rayos del dorado al amanecer. Incluso tenía pensado en dormir en ella, una noche, y otra; trastabillar a consciencia, como si por una delgada línea caminase. Volar como los pájaros, libre y agradecido de poder sentir el pulso en sus venas, en la sien. Podría pellizcarse y sentir ese escozor, que casi da gusto. Le esperaría su madre, su perro Chusco, algún que otro vecino, o vecina del pueblo. La viejita de las chapas y las caracolas y las pedrerías de mar.
En el extremo sur de la isla se hallaba el faro: Un guardián iluminando los caminos del mar, donde se desplazaban los barcos, las chalupas, y el ferri. El farero duraba lo que su salud, y sus años. Luego le seguiría algún hijo, o sobrino. Pero era como ver al mismo siempre. Con la sopa en el cuenco, con los ojos fijos en el mar, cuidadoso de que la mecha de luz que se esparcía más allí de la línea del horizonte. Iría también a visitarlo, recorriendo la escalera de caracol a zancadas, y gritando que ya estaba allí, que la guerra había terminado. !La guerra se termino¡ habría dicho. ¡Estoy aquí farero, estoy aquí,! volvería a decir. Se abrazaron, se conmovieron. El cuenco de sopa saltó por los aires, al ver a Raúl, que aunque con los huesos pegados a la piel, se acercaba contento. Pasaron toda la noche hablando de esto, y aquello. Raúl le contó lo que pudo de aquellos años atroces. Le contó lo que pudo, porque el farero ya no tenía edad para tanta pena junta. A esas edades el sufrimiento y la ingratitud, y el poder para aniquilar a las personas, sobrepasa la mente de alguien que tenga muchos años. Le dejó una estrella de cuatro puntas. No por lo que significaba, era porque se veía hermosa, como si estuviera recién salida del firmamento. La plateada vendría como cada noche y el farero tendría un estrella en sus manos, y sonreiría. Ignorando lo que no pudo contarle Raúl, porque habría muerto de agonía.
Chusco no paró de ladrar y correr, hasta el día de su muerte. Era el perro más bueno jamás conocido. Era Chusco y Raúl, uno solo. Eso le valió al muchacho para poder cerrar los ojos y no tener aquellas horrendas pesadillas…
Mis padres habían elegido Tabarca para pasar su luna de miel. Ellos venían de Madrid. Un Madrid lleno de vida, con coches, a un lado, y al otro de las vías. Con tranvías. Con el jolgorio de las fiestas patronales. Tiendas de sombreros, tiendas de ultramarinos, algún escaparate con la última moda venida de París. Pero en el cielo, una vez que la noche tendía su manto, siquiera se podría atisbar alguna estrella, por muy fugaz que esta fuese. Por ese entonces era raro que las personas viajaran desde la capital, hasta aquella isla rodeada de un mar limpio, que regalaba olas, regalaba espuma blanca. Solo los vecinos nacidos en Tabarca ocupaban el ratio de población.
Y es que a veces las casualidades son casuales, y mucho. Porque mi madre, al cruzarse con Raúl, ya sabía que algún parentesco les unía. Por el modo en que caminaba, con un hombro más alto, que el otro, igual que uno de sus tíos emigrantes a Cuba. Sobre todo, porque la sonrisa era un calco de él. Mamá se sorprendió. ¡Eres tú!, le dijo. Yo soy Raúl, no soy tú, dijo con sonrisa pícara. Ella entendió. Ahora sabía que era el hijo de su tío, tenía que serlo, porque era una copia.
Papá murió en Cuba, dijo Raúl. Yo me regresé, no me gustaba la vida allí. Además mamá no podía estar con nosotros. El día que nos fuimos se me rompió el corazón al verla tan sola, llorando. Volví con unos dieciocho años de Cuba. Fueron cuatro años de duro trabajo, y papá no pudo resistirlo, aunque era joven, la anemia se lo llevó. Duro trabajo y escasa comida.
Pero pude traerme unos ahorros, que solo quedaron para una pequeña chalupa, alguna red, un par de herramientas. Gracias a eso, no faltó algo de comer. El caso es que, mis padres estuvieron en la isla unos siete u ocho días.
Han pasado muchos años de esos aconteceres, ahora recuerdo todo aquello con mucha ternura. Con ilusión. Hace dos días que estoy aquí en esta isla con faro y farero perpetuo. Hoy he visitado la tumba de Raúl y la de Chusco. Hoy pude ver, y oír claramente las historias de él, de cuando la guerra, de cuando de chiquito el viaje a Cuba…
Una hermosa tumba con mármoles, sin flores, con un pequeño crucifijo en una esquina, tallado.
Sin duda a veces los lugares unen a las personas, una unión que en este caso, también era de sangre.
Y yo, aquí esperando a Kontiki. Esgrimiendo hasta la última gota de aire perfumado del mar.


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