A
mediados del siglo pasado supe que Raúl era familia nuestra. Un
primo segundo, que mis padres habían conocido casi por casualidad,
en Tabarca, en su viaje de bodas. Fue en una de esas calles que,
durante todo el año olía a mar, mejor dicho, toda Tabarca llevaba
impregnado el fastuoso aroma del mar; por aquel entonces yo no había
nacido, pero ya estaba en camino, mi madre me llevaba dentro: Una
preciosa tripita, redondita como un globo. Raúl había sobrevivido
a la guerra, había sobrevivido a unas cuantas balas que zigzaguearon
alrededor de su cuerpo joven, y delgado. Mientras unos compañeros
de batalla se habían dejado las tripas en aquella esperpéntica
escena. Llegaron a primera hora de la mañana unos cuantos militares
y se llevaron a los muchachos, así, sin más. Quedaron las madres
con el silencio en sus bocas, y en sus ojos, detrás de aquellas
balaustradas. A Raúl le habían preparado un macuto con dos latas de
sardinas y una hogaza de pan, sin tiempo a añadir nada más que
fuera lo dicho.
Las
botas se las dieron en el barco rumbo a la guerra, porque él llevaba
unas alpargatas,las alpargatas que llevaron sus pies desde siempre.
Aquellas botas le habían encarnizado la piel, porque no era
costumbre llevarlas, siquiera las había visto en la vida; pero
terminó acostumbrándose, igual que se había acostumbrado más
tarde a matar hombres.
Por
aquel entonces, Raúl llevaba una vida apacible, sin más
pretensiones, y sin tener un mínimo de interés de salir de aquella
isla, además de todo eso, nada sabría más allá de la infinitud de
aquel horizonte, que miraba sin ver, y, que se definía
perfectamente, como una fina y delgada línea, que separaba el cielo
de la tierra.
Las
olas lanceoladas rompían en la tapia de balaustres que rodeaba el
muelle, cada cual a sus asuntos, esquinas con balcones en floración;
calles estrechas y perfumadas de incienso: Costumbres. Aquel espacio
en medio del mar es de Yemayá, decía la señora de los corchetes, y
de los dedales, y pedrerías playeras.
Pescado
frito decía alguien. Pasen y vean, decían otros.
Pero
el muchacho subió al barco con pasos inseguros, con los ojos llenos
de miedo, él, y unos cien chicos más. Pronto las gaviotas dejaron
de seguir al buque, se quedaron revoloteando, arriba, por si algún
rastro, aunque fuese nimio, las hicieran bajar en picado enterrando
sus picos en el frondoso mundo marino.
A
deshora llegaron a la guerra, a unas horas perdidas del tiempo, como
si los relojes no existieran.
Pero
eso poco importaba ahora, cuando ya habían desembarcado, todo
estaría perdido. Vidas que latirían poco tiempo, un tiempo
inestimable, pero allí valdría poco, tan poco como una vida.
Las
noches frías como témpanos de hielo, envolvían los cuerpos de los
muchachos ateridos: Manos, pies, rostros. Quijadas temblorosas,
porque el lobo acecha fuera. El espectáculo de la barbarie azotando
latigazos de fuego. Aquellas noches que Raúl nunca pudo olvidar,
porque las llevaba todas en su cabeza. Porque ya nada tendría
importancia alguna después de todo eso, siquiera aquel cura, mala
persona, que le guiñaba un ojo cuando era chico. Un cura obeso, un
cura molesto y cruel. Las viejas rezando enfrente y santiguándose,
para que el párroco les diera el perdón y les guardara el secreto
de cuando se deshacían de los fetos; o cuando confesaban la
pestilencia de las bocas de sus esposos borrachos, y aún así,
tenían que cumplir la vida marital. Hombres rudos llegados del mar.
Hombres
cansados, con la piel curtida como el cuero, con las manos agrietadas
de la sal. Insomnio, de noches negras y aguas turbulentas. Más que
hombres venían como autenticas pirañas, con dientes que se clavaban
en las espaldas de ellas, mortificando los muslos, y arremetiendo
entre ellos. La sábila caía como una baba y resbalaba en lo pechos
de ellas, que, con mucho esfuerzo disimulaban el asco. Por eso
recurrían a la iglesia, al párroco que las aconsejara, que les
guiara para ser buenas esposas; también por los fetos arrojados al
mar, niños que fueron de otros padres, que quedaron en tierra, que
no pudieron salir a la pesca por su fragilidad, o, por tener
dificultad al andar.
Quedaron
los inválidos, para resumir…
De
modo que, todo tenía un porqué, y todo era santificado, y resuelto.
Así eran damnificadas las esposas que llevaban embriones no
deseados; así eran damnificadas, las que recurrían por deseo a la
cama de alguna otra.
(Y
es que a las personas se las llevan los demonios, y se las llevan los
prejuicios. A las personas se les prepara desde chicas para obedecer,
para tener que seguir con las costumbres; con las penas de otros,
también. Al fin y al cabo, es difícil tirarse al vacío, y abrir
las puertas de la libertad. Abrir los ojos y ver claro).
La
noche más cruenta fue el día once, en la madrugada. Raúl no dormía
apenas, estaba enfermo de los nervios, estaba tullido de pavor, de
desesperanza, y las malditas botas, que arañaban por dentro como
bichos hambrientos. Cayeron bombas aplastándolo todo, igual que un
gigante devastando bosques y casas. Un grito, luego, otro, era uno de
los chicos, que de golpe, le desaparecieron las piernas, trozos de
piel y huesos esparcidos, como si fueran confetis. Tenía que
arrastrarse hasta llegar al desafortunado, tenía que intentar al
menos, darle un poco de calor humano, besar su rostro muerto, que
sintiera por última vez algún resquicio de humanidad. De modo, que
llegó, con dificultad, pero ahí estaba Raúl, pegado al cuerpo sin
piernas, pero con un pequeño hálito de vida.
Fue
la primera vez que besó a un hombre. Le besó las manos. Le besó la
frente, los labios, porque en ellos algo tibio quedaba, luego nada.
Lloró lo que quedaba de oscuridad, lloró junto a ese manojo de
tripas. Maldijo mil veces, luego quedó dormido por unos instantes,
sin saber siquiera qué hacía allí, sin saber el motivo por el que
estaba en ese lugar, y porqué moría tanta gente.
Solo
el estruendo de las bombas. Aquello no era de Ley, no. Aquello era
una tropelía, había que destruirlo todo. Las campanas de las
iglesias quedaron mudas, porque el rugir de los tanques, de la gran
pirotecnia, solapaba todo, los gritos de los muchachos avanzando
entre suelos atestados de rostros desdibujados. Una contemplación de
aullidos despreciable.
En
algún momento de calma, que no pasaba de unos minutos, o quizás
media hora, se evadía para volver junto a sus seres queridos. Quiso
imaginar a las gaviotas con giros asombrosos y el modo en que se
lanzaban en busca de comida, eso le provocó una leve sonrisa. Se
giró al otro lado del camastro: Ahora su madre le regalaba una
sonrisa, amor de madre, balbuceó.
Un
brote de fiebre le hizo despertar, el frío se lo comía, se había
metido los dedos en la boca buscando algo cálido. Pero no había.
Después
de todo, una vez acabada la contienda, pudo regresar, vivo, con
alguna esperanza para los años venideros. De regreso a sus orígenes:
Aspiraría el perfume del mar, de cada ola, de la espuma de ellas
cuando se dejaban mecer en la arena. Caminaría por la playa,
admiraría el hermoso espectáculo de los rayos del dorado al
amanecer. Incluso tenía pensado en dormir en ella, una noche, y
otra; trastabillar a consciencia, como si por una delgada línea
caminase. Volar como los pájaros, libre y agradecido de poder sentir
el pulso en sus venas, en la sien. Podría pellizcarse y sentir ese
escozor, que casi da gusto. Le esperaría su madre, su perro Chusco,
algún que otro vecino, o vecina del pueblo. La viejita de las chapas
y las caracolas y las pedrerías de mar.
En
el extremo sur de la isla se hallaba el faro: Un guardián iluminando
los caminos del mar, donde se desplazaban los barcos, las chalupas, y
el ferri. El farero duraba lo que su salud, y sus años. Luego le
seguiría algún hijo, o sobrino. Pero era como ver al mismo siempre.
Con la sopa en el cuenco, con los ojos fijos en el mar, cuidadoso de
que la mecha de luz que se esparcía más allí de la línea del
horizonte. Iría también a visitarlo, recorriendo la escalera de
caracol a zancadas, y gritando que ya estaba allí, que la guerra
había terminado. !La guerra se termino¡ habría dicho. ¡Estoy aquí
farero, estoy aquí,! volvería a decir. Se abrazaron, se
conmovieron. El cuenco de sopa saltó por los aires, al ver a Raúl,
que aunque con los huesos pegados a la piel, se acercaba contento.
Pasaron toda la noche hablando de esto, y aquello. Raúl le contó lo
que pudo de aquellos años atroces. Le contó lo que pudo, porque el
farero ya no tenía edad para tanta pena junta. A esas edades el
sufrimiento y la ingratitud, y el poder para aniquilar a las
personas, sobrepasa la mente de alguien que tenga muchos años. Le
dejó una estrella de cuatro puntas. No por lo que significaba, era
porque se veía hermosa, como si estuviera recién salida del
firmamento. La plateada vendría como cada noche y el farero tendría
un estrella en sus manos, y sonreiría. Ignorando lo que no pudo
contarle Raúl, porque habría muerto de agonía.
Chusco
no paró de ladrar y correr, hasta el día de su muerte. Era el perro
más bueno jamás conocido. Era Chusco y Raúl, uno solo. Eso le
valió al muchacho para poder cerrar los ojos y no tener aquellas
horrendas pesadillas…
Mis
padres habían elegido Tabarca para pasar su luna de miel. Ellos
venían de Madrid. Un Madrid lleno de vida, con coches, a un lado, y
al otro de las vías. Con tranvías. Con el jolgorio de las fiestas
patronales. Tiendas de sombreros, tiendas de ultramarinos, algún
escaparate con la última moda venida de París. Pero en el cielo,
una vez que la noche tendía su manto, siquiera se podría atisbar
alguna estrella, por muy fugaz que esta fuese. Por ese entonces era
raro que las personas viajaran desde la capital, hasta aquella isla
rodeada de un mar limpio, que regalaba olas, regalaba espuma blanca.
Solo los vecinos nacidos en Tabarca ocupaban el ratio de población.
Y
es que a veces las casualidades son casuales, y mucho. Porque mi
madre, al cruzarse con Raúl, ya sabía que algún parentesco les
unía. Por el modo en que caminaba, con un hombro más alto, que el
otro, igual que uno de sus tíos emigrantes a Cuba. Sobre todo,
porque la sonrisa era un calco de él. Mamá se sorprendió. ¡Eres
tú!, le dijo. Yo soy Raúl, no soy tú, dijo con sonrisa pícara.
Ella entendió. Ahora sabía que era el hijo de su tío, tenía que
serlo, porque era una copia.
Papá
murió en Cuba, dijo Raúl. Yo me regresé, no me gustaba la vida
allí. Además mamá no podía estar con nosotros. El día que nos
fuimos se me rompió el corazón al verla tan sola, llorando. Volví
con unos dieciocho años de Cuba. Fueron cuatro años de duro
trabajo, y papá no pudo resistirlo, aunque era joven, la anemia se
lo llevó. Duro trabajo y escasa comida.
Pero
pude traerme unos ahorros, que solo quedaron para una pequeña
chalupa, alguna red, un par de herramientas. Gracias a eso, no faltó
algo de comer. El caso es que, mis padres estuvieron en la isla unos
siete u ocho días.
Han
pasado muchos años de esos aconteceres, ahora recuerdo todo aquello
con mucha ternura. Con ilusión. Hace dos días que estoy aquí en
esta isla con faro y farero perpetuo. Hoy he visitado la tumba de
Raúl y la de Chusco. Hoy pude ver, y oír claramente las historias
de él, de cuando la guerra, de cuando de chiquito el viaje a Cuba…
Una
hermosa tumba con mármoles, sin flores, con un pequeño crucifijo en
una esquina, tallado.
Sin
duda a veces los lugares unen a las personas, una unión que en este
caso, también era de sangre.
Y
yo, aquí esperando a Kontiki. Esgrimiendo hasta la última gota de
aire perfumado del mar.
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