Éramos unos cien muchachos los que
emprendimos el viaje aquella mañana de julio, y aunque llegamos a
salvo a puerto después de dos semanas sobre las grandes lenguas de
mar, el infierno nos había acompañado, cada día, y cada
noche...una bestia que no paró de hendir sus garras en nuestros
pechos.
Los camarotes, aunque sólo eran dos,
eran ocupados por el patrón del barco y un cabo, que en ningún
momento salió a socorrernos, siquiera preguntar cómo nos
encontrábamos La cocina por decirlo así, albergaba unos kilos de
jareas y pan duro, y garrafones de agua. Hubo plátanos para unos
cuatro o cinco días, luego ya no habría fruta alguna.
Sindo lloraba como un niño aterrado,
cuando la fuerza del mar hacía trastabillar a la tripulación que se
encontraba en pié intentando con mucho esfuerzo dar unos pasos por
cubierta; los ojos se le hicieron tan grandes como los de una
lechuza, oteando, intentando entender el porqué se encontraba allí,
y entender porqué ese castigo, pero sobre todo el terror de estar
seguro que moriría en aquel lugar inhóspito, en los brazos de esas
terribles lenguas de mar; moriría con los pulmones llenos de agua,
tendría que tragar, y tragar, hasta perder la vida, y sucumbiría
allí, lejos de su tierra, por imposición de los altos mandos. No se
sentía un héroe ni mucho menos. Se sentía humillado, apaleado, y
se dejaba orinar una y otra vez, porque no podía evitar eso; porque
era necesario respirar, intentar morder un trozo de jarea y un sorbo
de agua. Un rayo había impactado en la popa, y los muchachos
siquiera gritaron, no hacía falta : Sus ojos hablaban por sí solos,
y sus manos aún jóvenes buscaban el calor del cuerpo metidas en
los bolsillos; pero Sindo no, Sindo suplicaba al cielo, por si había
un cielo, suplicaba cada vez que uno de esos expectantes y agudos
rayos amenazaban con hundir el barco; una quilla endeble, una
obsoleta nave dejada de la mano de dios, o de los hombres, en un
cerro, como si de un trofeo se tratara; había habido suerte, y solo
hubo algún destrozo en la roda: Miles te astillas saltaron por los
aires, como si fueran confetis. En los siguientes días todo fue
igual, solo dos días de una calma en medio de aquella encrucijada,
en medio de ninguna parte, en un océano oscuro, cuyo dueño era el
gran Poseidón, el que después de comer se relajaba jugando con uno
de sus dedos para hacer remolinos, y propiciar tormentas...
Yo me empeñé en permanecer de pié
el tiempo que fuese necesario, aún después de varias caídas hacia
los mamparos y alguna magulladura, pero lo había conseguido...
Los
barcos rugen, si, lo supe aquella noche de los demonios, y rugen por
la fuerza intespectiva de la tormenta, el bramido de las olas,
azotando la popa, y la proa, y doblegándolo una y otra vez, como si
de fuertes latigazos se tratara, claro que rugía! una vez que era
obligada la proa a hundirse en las revueltas aguas, para luego
remontar con un esfuerzo descomunal intentando volver a flote; el
trinquete fue mi salvación, me aferré a el con todas mis fuerzas:
El agua mojaba una y otra vez todo mi cuerpo, eran como cachetones en
mi rostro, pero quise presenciar aquello. La furia de Poseidón
contra unos pocos muchachos que salieron de sus hogares para cumplir
con los mandatos de una tirana nación. ...
Lo
había conseguido, había presenciado la furia, había sentido las
garras en mi pecho, y ahí estaba agarrado a trinquete : Ahora unos
minutos de fuertes truenos, ahora las lenguas negras elevándose ante
mí. Un animal de proporciones enormes se columpió en una de las
olas y me miró a los ojos, y yo le miré igualmente, fueron
segundos, pero supe lo que quiso decirme, lo supe: sonreí, si, a
pesar de todo, sonreí. Me hablaron también los muertos de los
siglos pasados y me hablaron los muertos de ahora : Una devastada
llanura de vidas que mis ojos pudieron ver solo en cuestión de unos
diez o doce minutos. Luego, la calma.
Hace
sesenta años de este viaje y aún recuerdo todo, como el primer día,
aquel mes de julio, en aquel barco viejo donde unos cien muchachos
fueron a cumplir con un deber que no era deber, era sometimiento...