No era San Petersburgo precisamente, siquiera el frío típico y la nevada, y menos en una isla normalmente cálida, pero sobre los hombros de los hermanos, Mateo, y Georgina, caían témpanos de punta y de repente, ante el espejo redondo de la sala con suelo de piedra, sus espaldas llagadas no hacían más que confirmar las dudas y temores ante el comportamiento de la muchacha con rizos negros por toda la cabeza, rizos que se columpiaban cuando la brisa venida del mar se colaba por los barrotes de la terraza y a falta de verle la nariz, que permanecía oculta entre los tirabuzones, todo el cuerpo se bamboleaba mecido por los aires traviesos de la estación.
Así como Mateo veía nada más que negruras con respecto a la muchacha, ella, por ende, llevaba un sol más que redondo alrededor, como si hubiera nacido con él, mejor la hubieran llamado la Princesa del Sol, cuando le cayeron las aguas bautismales, y es que cuando vino al mundo, el Astro Rey brillaba incandescente como esos metales cuando se ponen rojos como los arándanos al madurar, ese día, en el que fue consagrada en la fe cristiana, se había trazado el camino de Soraya, el destino se había colado por entre los cantos y las risas de los invitados, y por entre la mesa con mantel blanco teñida de toda clase de viandas, aquí en la esquina, un cordero con romero; allá en el centro, una tarta de tres pisos con brazos rellenos de trufa; y en la otra punta un gran caldero de boniatos y cherne, tan inmaculado todo, que pareciera un gran lienzo, como si alguien se hubiera dedicado unos meses atrás inmortalizar la llegada al mundo de la muchacha; había sitio suficiente para los invitados, cuidando que ninguno se escapara del marco.
Después de todo, ya tocaba celebrar algo bueno, aquellos años anteriores no habían sido fáciles para la familia. Los continuos cambios del gobierno, las revueltas en las calles, el desacuerdo de los que por aquel entonces ejercían el poder, sumado a largos periodos de fríos inviernos, asolaron casi por completo la comarca y no menos a sus habitantes, muchos de ellos hombres rudos acostumbrados al castigo divino.
Como quiera que todo aquello había acontecido, los prolegómenos de la vida de Soraya ya se habían escrito mucho antes de cualquier siembra por muy grande que ésta hubiese sido, aún en un gran valle escalonado para su cultivo.
Los devaneos por así llamarles, de Soraya, no eran tales, como apuntaban, pura felicidad de ella, el modo en que saboreaba la vida, era insolentemente hermoso. Un día como hoy la recuerdo con una sonrisa y al mismo tiempo con frustración por no haber entendido su modo de hacer, porque por ese entonces era yo una niña, y como tal era imposible asumir y ser consciente de la vida de los adultos.
El suelo del dormitorio era de madera, y en el techo había una gran lámpara de cristal con sus lágrimas y todo; ahora, en el silencio de mi casa, si cierro los ojos y la puedo ver, e incluso oír; carcajadas esparcidas, como si alguien sacudiera una sábana fuertemente; era la mujer más feliz del mundo, con su bendita locura, su talante persuasivo, y sus miríadas de pulseras y collares que siempre pendían de ella. Ella tenía la facultad de trepanar el cerebro de cualquiera para adentrarse y conseguir que alguien, por un minuto, lograra sonreír. Cierra los ojitos, me decía, cuando entre sus almohadones pretendíamos hacer la siesta; a mi me gustaba ella, porque no ponía reparo que yo me recostara con los pies sucios y todavía masticando alguna golosina de las que siempre habían en la lacena verde con encajes de Georgina. Nunca supe bien hasta los trece años por lo menos, que aquella muchacha inquieta fuera de la familia, una visitaba las casonas que estaban enfrente de las demás acompañada por la madre, o por alguna tía, pero los niños a ciencia cierta no reconocen eso de los lazos familiares, quiero decir que, el sentido ese de que fuera prima de papá no lo había cogido bien, y es que en el mundo de las criaturas los lazos esos de familia no son de gran importancia, los niños se encariñan de las personas con gran facilidad, tienen ese privilegio, luego, cuando se hacen mayores ya no confían ni en su propia sombra.
El suelo del dormitorio era de madera, y en el techo había una gran lámpara de cristal con sus lágrimas y todo; ahora, en el silencio de mi casa, si cierro los ojos y la puedo ver, e incluso oír; carcajadas esparcidas, como si alguien sacudiera una sábana fuertemente; era la mujer más feliz del mundo, con su bendita locura, su talante persuasivo, y sus miríadas de pulseras y collares que siempre pendían de ella. Ella tenía la facultad de trepanar el cerebro de cualquiera para adentrarse y conseguir que alguien, por un minuto, lograra sonreír. Cierra los ojitos, me decía, cuando entre sus almohadones pretendíamos hacer la siesta; a mi me gustaba ella, porque no ponía reparo que yo me recostara con los pies sucios y todavía masticando alguna golosina de las que siempre habían en la lacena verde con encajes de Georgina. Nunca supe bien hasta los trece años por lo menos, que aquella muchacha inquieta fuera de la familia, una visitaba las casonas que estaban enfrente de las demás acompañada por la madre, o por alguna tía, pero los niños a ciencia cierta no reconocen eso de los lazos familiares, quiero decir que, el sentido ese de que fuera prima de papá no lo había cogido bien, y es que en el mundo de las criaturas los lazos esos de familia no son de gran importancia, los niños se encariñan de las personas con gran facilidad, tienen ese privilegio, luego, cuando se hacen mayores ya no confían ni en su propia sombra.
Aquellos tiempos de los demonios y de las risas y de las cosechas se fueron quedando atrás. Soraya casó con Mario, un gaucho que había desembarcado en el puerto por pura casualidad desde esas tierras lejanas de la Pampa Argentina; la ceremonia se celebró en la casa de su padre y su tía; pero como el tiempo depende de como se mire pasa lento, o acelerado, todo había acontecido, y regresaron ambos a la provincia de la Pampa. Soraya ni se paró a mirar el rastro que dejaba el barco, había sido salvada de las garras de la bruja sociedad injusta, la que la había juzgado mal, la que había interpretado su felicidad como una mujer ligera de cascos, con esos labios gruesos y esos rizos negros que tanto me llamaban la atención, y sus tacones de punta fina, tan inmaculados, era una diosa loquita que más tarde me empeñé en imitar, los genes implicados debieron de ser, por ese capricho mío de parecerme a ella. Ella y yo pegábamos la oreja a la tierra para escuchar los secretos de las personas, eso me decía, cuando ambas quedábamos en silencio, expectantes, y brotaban de suelo terroso miles de secretos, se escapaban libremente, de modo que Soraya me los transcribía: Escucha atenta niña, ¿Oyes?- Yo, hacía como que escuchaba, en el fondo sabía que por allí no asomaban los secretos, pero le seguía el juego, igual que ella seguía el mío, a eso se le llama complicidad, si, realmente eso creo.
No fue un cuento su vida, no fue la mejor de las vidas, pero vivió felizmente en tierras ajenas y lejanas, tuvo cuatro hijos y creo que tiene unos seis o siete nietos. Allá, en la Pampa, no habían demasiados medios o recursos, vivir en medio de una vasta extensión y alejados de casi todo, fue difícil, pero no por eso dejó de sonreír y suspirar al viento sus locuras.
Hace unos días llegó una carta, miren ustedes, una carta, a éstas alturas de la vida de hoy, así es, porque por esos lares ni un teléfono había, y para ir al médico tenían que sucumbir al paso de las horas para conseguir esos cuidados y atenciones. Como decía, la carta llegó a manos de una tía mía, y nos dejó muy consternados, porque las noticias no eran nada halagüeñas. Soraya había fallecido en el verano, concretamente en junio, pero Mario no pudo hacer nada antes por lo difícil de las comunicaciones, y por todo el papeleo que tuvo que hacer, por la nacionalidad española de Soraya.
Imagino fue feliz aún en las circunstancias penosas de ese modo de existencia algo precaria, pero para nada hubiera renunciado a todo eso, ni mucho menos a sus tres hijos y siete nietos y esposo, allá en la Pampa, aunque tuviera que renunciar a todo lo anterior, a su padre, a su tía y a los primos; pero lo más bonito es que se llevó con ella el Sol, porque el Sol, era ella. En la sobremesa mis tías, sus primas, y mi madre, la nombran mucho, se acuerdan de sus peculiaridades a la hora de hacer esto o aquello, y como no, de los dedos que la apuntaron con aquellas miradas insalubres, por el mero hecho de ser loquita del todo y llevar consigo al Sol.
Soraya parece que deslumbraba.
ResponderEliminarDebió iluminar la pampa y los corazones de quienes la conocieron.
Besos.
Seguro que si.
ResponderEliminarBesos de vuelta Xavi.
Disfruto tanto tus historias. Hay mucho de Soraya en ti :)
ResponderEliminarBesitos linda
Algo si que hay, amiga. algo, si.
EliminarBesos y más besos.
Preciosa historia, aunque con ese final trágico que casi se adivinaba en el comienzo. Felicidades.
ResponderEliminarUn abrazo y feliz fin de semana.
Me alegra que te haya gustado Rafael.
EliminarOtro abrazo para ti y feliz finde tamibén
Saber de todo lo que fue
ResponderEliminarDe todo lo que vendrá,
Nunca negociar lo que no borrar
De su recuerdo en la memoria
Al despertar.
Hoy seguro que el sol se pone rojo en su ocaso por su recuerdo.
Besos siempre.
Qué bonito Gustavo.
EliminarBesos siempre.
Mas de un rayo de su sol se quedó en tus ojos.
ResponderEliminarUn abrazo amiga.
Gracias amigo.
ResponderEliminarAbrazos y besos.
Precioso relato.
ResponderEliminarLas Sorayas que marcaron nuestra niñez.. casi mágicas.
Un abrazo.
Gracias por tu visita Paz. Me alegro que te haya gustado.
ResponderEliminarAbrazos y besos.