Ya sabía el tiempo que duraba la travesía, y sin embargo parecía interminable el largo brazo de mar, y mi vista no hallaba la tierra por mucho que mirara el horizonte. Las olas ese día eran totalmente inofensivas, apenas se elevaban, y sus crestas pequeños sombreros coquetos con cintas de seda alrededor, poco habrían de restallar al encontrarse. Un mimo, caricias, todo se limitó a ello, a los arrumacos entre oblongas hojas de salitre; de vez en cuando los rorcuales y los peces voladores hacían llevadero el viaje, casi siempre en cubierta, porque yo desmerecía otro espacio que no fuera ese, cualquier otro sembraría aún mas el caos que me producía el no poder ver la tan ansiada isla, la incertidumbre al pensar si seguía ahí, en medio del inmenso océano, y tan acogedora como el abrazo de una madre, de modo que había merendado y tomado tres o cuatro cafés con la vista fija al horizonte y pensando lo meritorio de emerger desde los profundos y escabrosos, y enigmáticos barrancos del fondo oceánico, definitivamente las horas siguientes hasta la llegada dejaron en mí la sensación de una cómoda y al mismo tiempo expectante espera.
Los plomizos pasos de algunos señores y señoras al bajar del barco contrastaban con los míos, algo alocados, y luego la frenética carrera que imaginé al llegar a la puerta de desembarco, deseando ver la fila de palmeras en la entrada al puerto, y las pequeñas chalupas fondeadas en la playa de los pescadores, donde tantos veranos había pasado mimetizada según el transcurrir de las horas, y la luz del sol, llegando a formar parte de todo ese maremágnum de seres, de objetos aquí y allá. Un cuatro latas me llevó al pueblo y una vez allí comencé a recorrer el camino hacia el barranco, y ya luego, en el fondo, debajo de la gran roca de piedra negra, el pequeño caserío se adivinaba antes mis ojos y brillaba igual que un puñado de esmeraldas dentro de un cofre plateado, Carola y las demás comadres batían los pañuelos y sus mandiles relucían tan blancos como cien copos de nieve, como si de veras se hubieran cosido en ellos.
Por fin pude llegar y pisar las baldosas del patio de geranios de mi abuela materna; tuve la sensación de volver a nacer, y más aún, al ver las espléndidas, las grandes y anchas hojas ancladas alrededor del pozo y alrededor de la destiladera; sin duda alguna volveré una y otra vez para recuperar la magia de entonces…,
Quizás la magia está en tu relato.
ResponderEliminarUn abrazo.
Qué amable Rafael.
EliminarAbrazos siempre.
Recuerdo una sensación parecida cuando de pequeño iba a casa de mis abuelos durante el verano.
ResponderEliminarEra tan bonito...
Lástima del paso del tiempo.
Besos.
El tiempo pasa es cierto, pero quedan esos bellos recuerdos, dentro.
EliminarBesos de Mar Atlántico.
Los recuerdos siempre están. Fantástico. Besos
ResponderEliminarMe alegra que te haya gustado Eva. Muchas gracias.
EliminarBesos.
Definitivamente, un relato contado con la magia de lo entrañable.
ResponderEliminarUn placer pasar por tu casa.
Saudos y feliz fin de.
Muchas gracias Beatriz.
EliminarQue tengas tu también un buen fin de semana.
Siempre estamos,de alguna manera,volviendo,con los sueños,con los recuerdos,con los deseos.
ResponderEliminarabracitos de domingo
De alguna manera, si, Ramón.
ResponderEliminarGracias y un abrazo de domingo para ti también