Aplausos


Nada más alentador que un aplauso. Pero cuando se repiten por compromiso la vanidad de aquell@s que los reciben se convierte en un monstruo devastador.


María Gladys Estévez.

lunes, 22 de junio de 2020

Una boda en casa



Allá por los años de la posguerra Carmencita y Antonino  decidieron darse el sí quiero. 

De chiquitos ya se habían visto varias veces por coincidir en la colas de racionamiento, 

sostenían las bolsas de tela en sus pequeñas manos esperando turno. Uno de esos días 

que coincidió en miércoles de ceniza, la muchacha  había girado la cabeza por escuchar 

barullos probablemente por el rugir de tripas de muchos de los que se hallaban a la espera, o por cualquier otro menester. El caso es que se topó con la cara de Antonino. Comenzaron a mirarse y buscarse: ojos, nariz, labios, frente,barbilla, pestañas, orejas y, vuelta a empezar, y así durante unos minutos, hasta que alguien indicó que se movieran para el turno.

¿Sabes que te casas conmigo? dijo Antonino.

La muchacha sonrió y luego se colocó el pañuelo de flores dejando dos mechones negros sobre la frente. 

Pasaron unos años, los suficientes para celebrar aquella preciosa boda. 

El patio del tío de Carmencita estaba adornado de flores por todos los rincones, incluso las macetas de geranios las habían bajado de la azotea. Los lirios y los gladiolos rodeando las sillas y la mesa, un timple y una guitarra. Una tarta chiquita de arándanos, rosquetes almibarados, truchas rellenas de cabello de ángel. Aquella bodita era especial.

Los miedos de morir en la contienda ya habían pasado, y el hambre también. De modo que, era una belleza contemplar aquellos jóvenes ilusionados, él, rubio con ojos azules, y ella, morenita y ojos negros como la pez. Ya las campanas de la iglesia habían celebrado la ceremonia que duró hora y media. Salieron los invitados apresurados del templo, pues lo que realmente les atraía era el banquete. 

El pescado salado dio buena cuenta hasta los estómagos que, complacidos se hinchaban mientras degustaban la carne del pescado hasta los huesos, y luego los retechupeaban, con tragos de vino tinto al mismo tiempo. A mismo tiempo también la música sonaba en isas y folías y traspasaba el patio hasta llegar en un eco a la montaña de tierra roja. Los novios ajenos a todo lo que acontecía se cogían  las manos por debajo de la mesa. Alguien por hacer la broma les pintó unas papas arrugadas a los novios con mojo picón elaborado de una pimienta de pequeño tamaño, pero que tenía el poder de provocar una fuente de lágrimas a aquel que la probara. Los recién casados cayeron en aquella cruel broma, porque solo dejaron de mirarse y cogerse las manos para probar aquella papa del infierno.

Por largo rato fluyeron como torrentes las lágrimas de ambos, pero nadie se esperó, que en vez de salir corriendo para refrescar sus bocas, se bebieron toditas las lágrimas con sus lenguas, y así poco a poco se quisieron más aún, mucho más. hasta el día de hoy. 









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