Aplausos


Nada más alentador que un aplauso. Pero cuando se repiten por compromiso la vanidad de aquell@s que los reciben se convierte en un monstruo devastador.


María Gladys Estévez.

jueves, 19 de octubre de 2017

Porque fue un dieciocho de agosto, de 1936 que le mataron el corazón a un poeta grande, Federico García Lorca.

 Le conocí en Sóller, en la hermosa isla de Palma de Mallorca, el puerto de Sóller donde se llega si una quiere por un manto de frutales, entre los sabores,  y olores de los hogares.  
Podría haber sido en La Habana, podría haber sido  Nueva York, pero ha sido en este pequeño trozo de España donde Federico se quedó un otoño, solo un otoño que pareció una eternidad, para él y para mí.
 Una noche, a eso de las tres de la madrugada andaba yo trastabillando por una de las callejuelas de adoquines de piedra redonda, y blanca, y que todavía sonaba una guitarra a esas horas, y que yo llevaba puesto aquel collar de caracolas, que llevaba descalzos los pies y qué sé yo cuántas más cosas debía estar haciendo a esas horas de la bella madrugada…
Y que a esas horas había una luna grandota y brillante, como el lomo de los peces. Él, con sus ojos negros, con la juventud de sus manos y de todita su piel, él, con los folios llenos de versos de canela, de versos de lirios; de amores. Él con las manos llenas de letras, como cuando los poetas las llevan a cuestas, que ni pesan, que no agravian, que duelen pero un dolor soportable, un dolor de penas que llenan espacios, antes en blanco, ahora con trazos de colores.
Y nos miramos ambos a la luz de la grandota. Yo a él  por guapo, él a mi, por que si, porque tenía el destino de conocerlo, y porque yo era así de loquita, así de veleta y así de noctámbula, por ser de área costera y por ser nacida para ello. Para bordear las madrugadas de antro, en antro. Aquella noche en cierto modo quedamos prendidos de nuestra belleza, de esas dos almas que se buscaban, y que sin apenas rozarse los labios nos dimos un beso, ese que se queda tatuado en pequeños pigmentos, incrustados en labios sedientos…

¿Y que más te gusta de tu tierra chiquillo? Le dije. Y él me respondió:
el rinconcillo, en La Alameda, y los cipreses, y... Se quedó mudo. Se quedó quieto… Me quedé a su lado, nos dimos la mano y entre los adoquines sonaban las tapas de sus zapatos, y entre adoquines mis pies descalzos a nada, sonaban a nada. Pero el otoño ese fue más que un otoño, una vida entera entre los dos. Porque supe de él, cómo se escriben los poemas  que se sienten tan adentro, que se ven los campos cómo lloran cuando no llueve, que  se escuchan los gritos de la injusticia, los gritos del hambre, las bocas cosidas del miedo, porque no hay libertad. Y sobre todo qué maestro de palabras de amores...

Una noche de esas mías en que pierdo los estribos y soy más libre que cualquiera, una noche de esas, cruzamos el puente de madera donde duermen los patos, y ahí, al otro lado, una albufera callada, con la grandota alumbrando nuestras siluetas, una noche de esas en que yo, ya no sé quién soy porque soy lo que siempre había querido ser.
 Él, y yo, cruzamos el puente de madera… él y yo, casi ni caminar podíamos, porque el pecho de ambos ardía, si, ardía de juventud, de vida, ardía libre, ni sosiego, ni nada, ni paz, ni angustia: a sorbos bebimos de los dos…
Allí, entre los juncos y callejuelas donde mi vida pertenecía a la noche y al mismísimo diablo si habría hecho falta.

Me habló de sus letras, me leyó sus versos de purito almizcle, de hojas tristes, de los cipreses muertos de miedo.
 A cigarrillos y sorbos de quina y genciana, se difuminaba la noche.
¿ A por otra moreno?, le dije. A por otra, me dijo. Y temblaba su cuerpo joven, su piel suave, mi boca lo  bebía todito. ¿Qué quieres que te lea esta noche, mujer? Me dijo con voz dulce y aterciopelada, como diría un ángel  con sus alas blancas y relucientes- Lo que tú quieras chiquillo guapo, te escucho, te escucho…respondí.
Y se volvieron a quedar atrás las horas de la madrugada-
 A carcajadas de alegría terminamos aquella última noche, la noche de Federico, y la mía.
 Una vagabundea por los mundos de dentro, y se mira las rodillas, que sobresalen de un vestido que huele a amor, y huele también a noches de penas, y a noches de humo, de bocanadas de humo ceniciento.
Y una se mira al espejo y ríe, porque sí, porque el licor ha recorrido por dentro, y porque aquella noche, aquella noche fue la última noche de un cuento, que no fue, pero que pudo haber  sido, porque los amigos que se quieren de verdad se guardan los besos, a manojos, y se llevan lágrimas compartidas. Allí, en Sóller, con sus barquitas blancas y sus callejuelas de piedra.
Grande es el poeta que siente de verdad el amor en toda su magnitud…









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