jueves, 25 de agosto de 2016
viernes, 5 de agosto de 2016
Medias lunas de fuego
La lengua de fuego y humo se explaya,
como si se tratara de un dragón, que enfurecido sobrevuela la copa
de los árboles y se arrastra igual que una serpiente por los troncos
y por las retamas. Deja todo impregnado de veneno ardiente. Los
lagartos y los pájaros han muerto. Y los hombres gritan aquí y allá
y, lamentablemente se haya un cuerpo sin vida en medio del horror.
A pesar de todo es claro que la vida
sigue en otro lugar. La evidencia de las personas en las playas; las
familias riendo y los niños jugueteando con las olas chicas que
llegan a la orilla.
La calle real está invadida de
estorninos, quizás huyendo del creciente humo que se cuela por entre
las rendijas de caminos y de esquinas.
Alguien se quita los zapatos para
refrescarse en la fuente. Las señoras que tienen sus puestos donde
empieza y termina la calle, parlotean y enarbolan las manos para
atraer a los transeúntes. Melquiades se atusa el bigote y lee la
prensa, el párroco se dirige a la tienda del toldo rojo para tomar
un gran vaso de horchata de chufa. Debajo de los flamboyanes se
hallan cuatro bancos desvencijados, pero con su señorial sello. Por
el suelo algunas páginas sueltas con pipas de calabaza para las
palomas y en la charca acaban de vaciar un paquete entero de migas de
pan para los patos y algunas galletas pequeñas y redondas y
azucaradas. Y qué curioso que casi siempre hay un cisne entre ellos,
pero no es un cisne negro, tampoco es un cisne blando. Es un cisne,
sin color alguno.
La teta de Irinea está a punto de
explotar; el pequeño succiona ávido mientras acaricia el pecho, sus
deditos son dátiles dulces. Es extremo, muy extremo el momento tan
sutil y delicado entre los dos.
La vieja sube como puede la escalera de
piedra, ya casi ni le importa el tiempo que pase hasta llegar al
último tramo, ni le importa si alguien se gira o no para ver de qué
modo tan decrépito adelanta uno, y otro pié. Es curioso que en ese
recorrido largo tañen las campanas, una, dos, tres, cuatro, cinco...
Son las once de la mañana y aún el fuego no tiene adversario. La
nube de humo atrapa con sus garras la calle y todo desaparece. Parece
un conjuro...
domingo, 31 de julio de 2016
Latitud
No era un campo de asfódelos lo que me llamó acusadamente la atención. Eran rocas, pequeñas rocas al lado de los pinos.
Erosionada se hallaba una de ellas y dentro abarcaba un lago de agua, como si en verdad la roca recogiera conscientemente el agua de lluvia de la noche anterior, pero el agua que cae de las ramas de los pinos, si, esa que parece una lágrima gigante y detrás de esa lágrima, otra y así hasta formar un lago en la panza de la pequeña roca.
Pero lo que me dejó perpleja no era todo eso. No eran los pinos ni las pequeñas panzas de algunas rocas negras de lava, no. De ningún modo había sido eso.
Pero lo que me dejó perpleja no era todo eso. No eran los pinos ni las pequeñas panzas de algunas rocas negras de lava, no. De ningún modo había sido eso.
A una se le detiene el corazón y se olvida de respirar o viceversa, cuando atina a ver a dos tizones pequeños y no sólo eso, a muchas abejas, todo juntos, todos acudiendo al lago para sorber el agua. Qué divina sonrisa y qué manera tan sencilla y difícil de descubrir a los años de una, otra vida, otro mundo.
Cada cual iba a por lo necesario: Los lagartos abrevaban y siquiera se detenían unos segundos para, con sus lenguas recoger todo el líquido cristalino y fresco del lago y componía el trasiego de ellos. De los lagartos y las abejas, que supuestamente necesitaban el pequeño lago, para hacer la miel. Iban y venían, iban y venían. Todo un mundo al lado del mío, justo a mi lado: Un mundo paralelo.
martes, 26 de julio de 2016
El encuentro
Las gotas de sangre acabaron en el
vestido. El alfiler se había clavado en la mano profundamente ,
tanto, que quedó en la superficie la perla irisada.
Dorotea perdió el color de la cara.
Perdió el sentido, casi. El tren devoraba árboles, campiñas
enteras, y ella apenas si podía levantarse del asiento y caminar por
el pasillo para ir al servicio.
El vestido manchado y el rostro sin
color. Se abstrajo por unos minutos aguantando aquella tortura de
los demonios, porque enfrente se hallaba él; lo primero que le había
llamado la atención fue su boca, carnosa. Luego recorrió su torso
y terminó donde los dioses degustan uvas dulces y llenas de licor.
Renunció estoicamente la decisión de
ir al servicio para aliviar el espantoso dolor, porque el alfiler
seguía ahí, torturando, anclado a su piel y profundamente hendido.
No lo pensó y ella misma lo arrancó
de un tirón, luego la sangre a borbotones se encaprichó en dibujar
en sus muslos: Parecía un tatuaje.
Se quedó sentada y abrió las piernas
soportando la agonía, pero insistiendo para llamar la atención de
él. Y lo consiguió, porque ahora ya no sentía pena alguna,
siquiera se acordaba del maltido alfiler. Aquella boca carnosa besó
el rió púrpura y la lengua sin riendas se había ido justo al centro
y no paró hasta la próxima estación.
Se despidieron. Él, en el andén,
ella, sentada, con la perversa sonrisa...
miércoles, 6 de julio de 2016
De los amores perdidos
La llevaba atada a
la muñeca, como si se tratara de una pulsera de diamantes, era de
esas pulseras de hilo entrecruzado formando una trenza y de varios
colores. Cuando se la quitaron para las pruebas se quedó grabada en
la piel, igual que un tatuaje, la pulsera de sus amores, de sus días
de esplendor, el regalo más bonito que jamás había recibido.
Al ladear el cuerpo
salió de los labios un hilo de sangre que pronto llegaría al suelo
de tabillas de madera, era espeso como la melaza casera.
Alguien miraba por
la ventanilla y arqueaba una de las cejas intentando ver mejor lo que
sucedía dentro. Había dormido sola esa noche. El lo sabía muy
bien, por eso quería saber qué había pasado.
También lo sabía
el alcalde. Un abogado y un fiscal de la zona, es decir los que
habitualmente acudían a las vistas del Juzgado del pueblo.
El médico forense
se presentó unas horas más tarde. Con corbata y un sombrero gris de
fieltro.
Le tomó el pulso a
sabiendas de que la vida se había esfumado horas antes, pero era
menester, era el protocolo, o la necesidad de querer que en algún
momento diera un respingo, o balbuceara algo.
Realmente deseaba
que ella abriera los ojos. Que le sonriera o se carcajeara con alguna
de sus ocurrentes historias, aunque algunas hirieran mortalmente por
su alto contenido en cianuro. Siempre le decía eso: Tus historias
tienen un alto contenido en cianuro. Qué labios y que forma de mover
las caderas cuando la tenia cerca...
Cuando hubo
terminado, y sin que nadie se percatara de ello, le peinó la melena
y luego sacó otra pulsera entrecruzada de hilos de colores: ¿Te
gusta esta mi amor? Le dijo.
lunes, 6 de junio de 2016
Incertidumbre
Fue
imposible desear no permanecer allí. Su pecho ardía como si una
espada lo hubiera atravesado.
Ese
día las palomas se amontonaron en el patio, justo al lado de la
capilla, eran tantas, que casi no se podía caminar. El mar
permaneció calmo todo el tiempo, y el sol esculpía con sus rayos
los rostros sombríos de algunos, sobre todo los que se hallaban
detrás de la cristalera.
Se
contuvo por un rato, incluso ofrecía algo de beber o de comer, con
el gesto amable, pero con el dolor en los ojos; pero todo era tan
irreal. Lo sabía, y sabía que de un momento a otro estallaría de
rabia y de pena, y los rizos del cabello se desmoronarían como el
serrín cuando cae en diminutas partículas de polvo.
La
criatura nació una tarde de mayo, un hermoso niño de ojos negros
y pelo rubio.
-Hola
mi amor, le dijo. Soy tu mamá, prosiguió.
Se
sentía muy dichosa a pesar de lo agotada por el parto, pero eso era
algo insignificante para ella, realmente la felicidad inundaba la
habitación y la sonrisa se explayó, como un bostezo. El pequeño
lloraba. Ella lo acercaba a su pecho con mucho cuidado para
amamantarlo, luego se cruzaron la miradas.
El
regreso a casa causó una expectación increíble. La cunita blanca
en una esquina de la habitación y al lado el ropero. Se había
preparado unos días antes meticulosamente, a falta del tul para
cubrir. Luego llegaron los seis angelitos muy bien guardados, cada
uno en una caja. Seguramente habrían de adornar el capazo y la cuna;
eran muy bonitos y poco vistos, porque se cocieron literalmente en el
horno; luego, una capa de pintura azul y para las alas, un color ocre
suave. A Lilia le gustaba eso de hacer angelitos con el sobrante de
pan duro.
El
eco de aquellos días felices resonaron en su cabeza como golpes de
martillo, como cuando el herrero faena distraído de todo y se afana.
-¿Quieres
el misal?, le dijo la señora, una de tantas que permanecían en
silencio, como si en verdad aquel infierno le quemara siquiera un
dedo de sus manos, pero allí permaneció hasta que hubo terminado la
misa, luego, se fue. Todos se fueron.
-No,
dijo. Y de nuevo volvió a mirarlo. Era tan bello, tan sereno dormía.
Quiso romper con sus manos el cristal, y gritar, y correr y besarlo.
Pero clavó las uñas en su estómago, y sangró su boca y quiso
vomitar la cruel despedida...
martes, 31 de mayo de 2016
En presente y pasado, un bagaje.
Era curioso que
pensara en el guayabero cuando se
preparaba para el baño; curioso de venirse esos recuerdos, que ahora se
hallaban en un rincón de la memoria, un lugar casi inhóspito, pero al fin y al
cabo, allí seguían.
Los ojos negros de Ermine, cuando se hacía limpieza en la
casa, se quedaban de guardia toda la mañana en la esquina de la cocina, por si
a alguien se le ocurría atravesar el largo pasillo, que terminaba a un lado,
con un aseo pequeño, y al otro, un patio de piedras volcánicas con un gran guayabero en el centro. Durante el
tiempo de guardia no sonreía, y mayestática y seria y con ambas manos cruzadas,
amenazaba con castigar a todo aquel que dejara la huella en el suelo húmedo.
Como un río alegre se fueron encadenando los pensamientos y,
las imágenes fluyeron libres- Ermine, se dijo, qué lejos estás y que cerca de
siento, volvió a decir, mientras se introducía en la tina, que se desbordaba de
agua, tanto como las ganas de ella.
-Pero cuando la guardia había terminado, y la veda se había
abierto, entrar en aquel patio de piedras volcánicas era tan agradable, como
mirar las estrellas en verano. Hubo una vez, que se dio la circunstancia que el
tiempo acompañó de tal forma, que florecieron los botones de guayabo y
crecieron con una enormidad ilusoria. Todo estaba preparado para elaborar el
dulce. Con pan de centeno, con bizcocho, con queso, se podía comer de cualquier
modo. Aquella casa olía a flores del Olimpo.
Tomó la pastilla de jabón para oler el perfume, ya la
esponja se había deslizado por el cuerpo
varias veces. Luego se columpió moviendo parsimoniosamente las nalgas.
El agua estaba deliciosa.
Ermine era una madre de esas que nunca tuvo hijos, pero era
una madre. En la mesa de la cocina con un mantel verde dejaba los dulces y
dejaba los bizcochos.
-
Eres la primera
en todo me dijo unos de los primos-
-¿Porqué crees eso?- Le contesté.
-Porque…
No supo qué responder. Éramos tan niños.
Pero las primeras son
las primeras que se van, le dije. No me contestó, no supo.
Esas líneas las
había visto en un viejo diario que unos momentos antes había ojeado, antes de
sumergirse en aquel pozo de agua cristalina, y dejarse ir, como cuando los
besos se dejan caer como regalos por la
espalda y el vientre. Separó los muslos y se acercó para mirarse el rostro y
sonrió. No había muerto aún. Pero la carita de pecas ya no estaba…
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Ballade pour Sophie
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