Una
rémora
parecía
a cada paso
que daba
y seguía ahí
viviendo de ella
alimentándose
de ella
de sus
pertenencias
ahora iría pegada
a su
espalda
y
el sentimiento
que
eso
provocaba
era
subyugante
un castigo
desde
que
vino
a
este
mundo
Una
rémora
parecía
a cada paso
que daba
y seguía ahí
viviendo de ella
alimentándose
de ella
de sus
pertenencias
ahora iría pegada
a su
espalda
y
el sentimiento
que
eso
provocaba
era
subyugante
un castigo
desde
que
vino
a
este
mundo
El reloj de la iglesia, el parque, aquella tienda que lleva mas de un siglo en pie, con una fachada inmaculada como el primer día. Mariposas que van y vienen, ahora se posan aquí, ahora allá. Jazmines, gladiolos, hibiscos, iris azul, bletillas, un flamboyán con sus flores rojas, ribeteadas de gotas de rocío de la madrugada; un sinfín de olores y colores. Las marquesinas parecen damas elegantes adornadas con variopintos vestidos. Ahora las ardillas se pasean por las ramas del sauce, recorren el tronco y bajan a la fronda. En la hojarasca conviven pequeños insectos: Hormigas, pequeñas arañas; cada cual con sus menesteres. Aquí hay un nido de hormigas, allá las grandes y vaporosas telas de araña se tienden como visillos transparentes a un lado y otro es un divino placer cómo se tejen y emparejan y se extienden a lo largo y ancho de un mundo aún por descubrir, un mundo dentro de otro y otro y otro…
Las caricias de los amantes, silenciosos besos, delicados; se abstraen de fluir del tiempo, de todo lo que acontece, fragmentos de historias en cada portal, en las piedras redondas en las estrechas calles, que se han quedado fundidas y abrazadas al camino. El pequeño lago cubierto de nenúfares es un remanso de paz, un colchón de plumas, inamovible, como si de un lienzo se tratara.
Un brisa benevolente envuelve cada sitio, es un adagio besando ramas, flores, insectos, aquella plaza con mármoles; la tienda, el obelisco que señala un cielo azul pintado de algodones blancos, y entre algunos, una luz púrpura asoma, es el sol que en su rutilante y caprichosa que despierta alargando sus dedos
Soñé
mis
manos
llenas
de rosas
al ver
que ya
no eran
mis manos
sólo rosas
rojas
de los pétalos
quise
liberarme
más no pude
ni quise
Hay lugares con mucho frío, pero esos lugares tienen muchos lagos llenos de cisnes, lagos transparentes, apacibles, como cuando una madre da el pecho a su hijo, mientras ambos se dedican miradas llenas de amor…
Entonces en aquel café suena un violín. Una se queda ahí, escuchando porque por un rato todo fluye: fluyen las voces en susurros y, dicen esto y aquello (´mañana nevará”), dijo alguien. Fluye el vaho de esos susurros. La música del violín se explaya como si grandes dedos delgados alcanzaran tocar los picos de las torres, o el tejado de las buhardillas. El muchacho tiene unas manos blancas y delicadas y sus dedos acarician sus cuerdas de tripa, tan mimado con él que la música se desliza y envuelve todo.
Los sueños se pueden inventar se puede soñar todo, igual que el violinista, que, lejos de las miradas y de los susurros se aparta de todo, porque es tal la magnificencia de él con el mundo sensible que crea sueños, los crea a cada minuto que marca un reloj cualquiera, él es el poderoso soñador, ahora se detiene un momento para cambiar de postura, quizás buscando la comodidad, quizás por realzar más aún las notas que se escapan caprichosas creando un infinito lugar hermoso, como un parterre repleto de flores, de toda clase de flores…
Entonces los nubarrones desaparecen, y un sol espléndido nace allí, en aquella fina línea que separa un mar y un cielo. Las blancas manos, la juventud de su piel, la música que crea, los sueños, sobre todo, los sueños.
Se habían despedido el mismo día en que se encontraron, solo que, ninguno de ellos lo sabría hasta pasado unos años, en que, l...