Aplausos


Nada más alentador que un aplauso. Pero cuando se repiten por compromiso la vanidad de aquell@s que los reciben se convierte en un monstruo devastador.


María Gladys Estévez.

viernes, 2 de junio de 2017

La travesía




Éramos unos cien muchachos los que emprendimos el viaje aquella mañana de julio, y aunque llegamos a salvo a puerto después de dos semanas sobre las grandes lenguas de mar, el infierno nos había acompañado, cada día, y cada noche...una bestia que no paró de hendir sus garras en nuestros pechos.
Los camarotes, aunque sólo eran dos, eran ocupados por el patrón del barco y un cabo, que en ningún momento salió a socorrernos, siquiera preguntar cómo nos encontrábamos La cocina por decirlo así, albergaba unos kilos de jareas y pan duro, y garrafones de agua. Hubo plátanos para unos cuatro o cinco días, luego ya no habría fruta alguna.

Sindo lloraba como un niño aterrado, cuando la fuerza del mar hacía trastabillar a la tripulación que se encontraba en pié intentando con mucho esfuerzo dar unos pasos por cubierta; los ojos se le hicieron tan grandes como los de una lechuza, oteando, intentando entender el porqué se encontraba allí, y entender porqué ese castigo, pero sobre todo el terror de estar seguro que moriría en aquel lugar inhóspito, en los brazos de esas terribles lenguas de mar; moriría con los pulmones llenos de agua, tendría que tragar, y tragar, hasta perder la vida, y sucumbiría allí, lejos de su tierra, por imposición de los altos mandos. No se sentía un héroe ni mucho menos. Se sentía humillado, apaleado, y se dejaba orinar una y otra vez, porque no podía evitar eso; porque era necesario respirar, intentar morder un trozo de jarea y un sorbo de agua. Un rayo había impactado en la popa, y los muchachos siquiera gritaron, no hacía falta : Sus ojos hablaban por sí solos, y sus manos aún jóvenes buscaban el calor del cuerpo metidas en los bolsillos; pero Sindo no, Sindo suplicaba al cielo, por si había un cielo, suplicaba cada vez que uno de esos expectantes y agudos rayos amenazaban con hundir el barco; una quilla endeble, una obsoleta nave dejada de la mano de dios, o de los hombres, en un cerro, como si de un trofeo se tratara; había habido suerte, y solo hubo algún destrozo en la roda: Miles te astillas saltaron por los aires, como si fueran confetis. En los siguientes días todo fue igual, solo dos días de una calma en medio de aquella encrucijada, en medio de ninguna parte, en un océano oscuro, cuyo dueño era el gran Poseidón, el que después de comer se relajaba jugando con uno de sus dedos para hacer remolinos, y propiciar tormentas...

Yo me empeñé en permanecer de pié el tiempo que fuese necesario, aún después de varias caídas hacia los mamparos y alguna magulladura, pero lo había conseguido...

Los barcos rugen, si, lo supe aquella noche de los demonios, y rugen por la fuerza intespectiva de la tormenta, el bramido de las olas, azotando la popa, y la proa, y doblegándolo una y otra vez, como si de fuertes latigazos se tratara, claro que rugía! una vez que era obligada la proa a hundirse en las revueltas aguas, para luego remontar con un esfuerzo descomunal intentando volver a flote; el trinquete fue mi salvación, me aferré a el con todas mis fuerzas: El agua mojaba una y otra vez todo mi cuerpo, eran como cachetones en mi rostro, pero quise presenciar aquello. La furia de Poseidón contra unos pocos muchachos que salieron de sus hogares para cumplir con los mandatos de una tirana nación. ...

Lo había conseguido, había presenciado la furia, había sentido las garras en mi pecho, y ahí estaba agarrado a trinquete : Ahora unos minutos de fuertes truenos, ahora las lenguas negras elevándose ante mí. Un animal de proporciones enormes se columpió en una de las olas y me miró a los ojos, y yo le miré igualmente, fueron segundos, pero supe lo que quiso decirme, lo supe: sonreí, si, a pesar de todo, sonreí. Me hablaron también los muertos de los siglos pasados y me hablaron los muertos de ahora : Una devastada llanura de vidas que mis ojos pudieron ver solo en cuestión de unos diez o doce minutos. Luego, la calma.

Hace sesenta años de este viaje y aún recuerdo todo, como el primer día, aquel mes de julio, en aquel barco viejo donde unos cien muchachos fueron a cumplir con un deber que no era deber, era sometimiento...



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