Aplausos


Nada más alentador que un aplauso. Pero cuando se repiten por compromiso la vanidad de aquell@s que los reciben se convierte en un monstruo devastador.


María Gladys Estévez.

jueves, 6 de agosto de 2020

Poco equipaje


Para ir a cualquier sitio una debe llevar una mochila y algo más, por ejemplo un bolso, pensó. Debió andar bastante rato por la empinada calle hasta llegar donde los caminos se separan. Pero ya sabía cuál habría de escoger. 

Se recogió el pelo debido al calor, y se puso una gorra. Dudó un poco porque los carteles del camino se entrecruzan, cada uno en una dirección. De modo que, iría hacia un pueblo pesquero que se encontraba a unos doscientos kilómetros. Sudó, y bebió agua, mientras tanto había palpado la mochila para asegurarse de que los bocadillos no se habían quedado en casa. Una hora había pasado. Era el momento de buscar un sitio donde descansar y comer algo. Se había quedado dormida; una mosca revoloteando la despertó- ¿He dormido dos horas?, pensó. El Sol castigaba cualquier hierbajo. Un cercado de margaritas parecían dormidas al quedar casi a ras de suelo. Las promesas hay que cumplirlas. Hablaba sola. Llegó la noche. Había desplegado la tela de lona que llevaba anudada a la mochila. Cuatro maderos y ya podría hacer noche. Una pequeña fogata. Cigarrillos y una botella de Burdon Gin. No pudo pegar ojo hasta bien entrada la madrugada.

Realmente las estrellas son un espectáculo asombroso, balbuceó.
Tumbada encima de una vieja colcha bebió unos tragos y fumó medio paquete de tabaco. Janis Joplin sonaba en la radio que también había cargado en la bolsa, eso hizo que disfrutara doblemente. Se quitó  la ropa. Arrastró la bolsa en la misma posición y se cambió. Una camiseta sucia, por otra limpia. Los pantalones se quedaban para varios días. De modo que, como la noche era maravillosa con el esplendor de los esferoides, la camiseta y unas bragas era suficiente. 

Pero esa noche de insomnio no fue en vano. Janis la había acompañado, el burdon también. Al amanecer buscó algún sitio donde poder tomar un desayuno con huevos fritos y café. 

Dos días habían pasado. Encontró un pequeño hotelito. No estaba demasiado limpio, pero se conformó. Pero ahora seguiría el camino en bicicleta, las alquilaban a buen precio. Las promesas hay que cumplirlas se repetía de vez, en cuando. 

Llegó el día en que pudo ver el pequeño pueblo con olor a mar. Habrían unas diez casas blancas con ventanas azules, y puertas del mismo color. Una pequeña capilla, una plaza redondita. Las olas jugando a romper contra el muro de piedra, las gaviotas expectantes, revoloteando por entre las barcazas. Los viejos sentados en los bancos, algunos con cachimbas que movían a un lado y otro de la boca, jugando. ¿Eres la hija de Telma?, dijo uno de ellos. Asintió con la cabeza al mismo tiempo que se quitaba la gorra. No te pareces con ella dijo otro de los viejitos. Tengos los rasgos de mi padre, dijo, mientras se descalzaba las botas. Esa es la casa, apuntaron con el dedo. No estaba derruida a pesar de los años que llevaba vacía con las puertas cerradas. Tenía la llave y entró. Pocos muebles. Una pequeña cocina y dos habitaciones. Durante una semana estuvo alojada. Le gustó. Buscó burdon y cigarros en un café que daba al mar. Algunos alimentos para esos días. 

Ya de regreso le dijo a Telma que las cartas estaban todas, menos una. A estas alturas no me va a comprometer unas letras, que al fin y al cabo, sólo son letras. ¿Y los hechos, le dijo ?, paparruchas dijo Telma. Los hechos los llevo conmigo hasta que se me vaya la cabeza o muera.

 

" Y aquellos prados de reluciente hierba
quedaron barridos por el olvido"





2 comentarios:

  1. Es cierto, los recuerdos permanecen en nosotros por siempre. Así lo cree Telma también. Me encantó la descripción que haces del paisaje. Besitos amiga y no dejes de trabajar en tu libro

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